El ex presidente Sebastián Piñera acaba de fallecer en un trágico accidente digno de película: en su helicóptero personal y piloteado por él mismo (a saber: era un experto en las artes aeronáuticas). De copilotos iban una familiar cercana y dos amigos, quienes lograron salvarse. El expresidente, sin embargo, no pudo zafarse del cinturón y se hundió, junto al fuselaje de su aeronave, a 40 metros de profundidad en el lago Ranco. No se podía creer la noticia en un principio y todo apuntaba a un bulo, mas no: a caballo entre los feroces incendios de la quinta región (el desastre más horroroso en lo que va de década en Chile) Piñera murió y ha eclipsado con ello los titulares, los matinales y las notas de prensa: acaba de fallecer de manera trágica un presidente que gobernó Chile en dos oportunidades y en su segundo mandato vivió su país uno de los momentos, a mi juicio, más trascendentales de los últimos años: la Revuelta o Estallido del año 2019. Las líneas que vienen a continuación fueron escritas en los primeros días de la Revuelta, y atraen la manida comparación entre Piñera y Catilina, sobre todo por la fraseología con la que se inicia esa maravilla textual, las Catilinarias, de Marco Tulio Cicerón.
Cicerón, al enterarse de la traición y posible golpe de estado en manos de Catilina, redactó una de las obras maestras en la historia de la oratoria, sus cuatro Catilinarias, con el mismo Catilina presente en la primera Catilinaria que profirió Cicerón. Más cercano en tiempo y en realidad es el último discurso de Allende, modelo de un acto de habla de despedida lleno de esperanza y patriotismo ante el golpe de estado inminente. Los políticos, idealmente rétores, orfebres de discursos, requieren de un manejo de la palabra para sostener las ilusiones, la calma y alimentar la credibilidad de un pueblo. En momentos como este es cuando comprobamos in situ, lo insostenible de un sistema político como el que se vive en Chile, un sistema híbrido que no es más que una suerte de larga transición (floja y laxa transición para ser sinceros), la cual nunca cuajó en una verdadera democracia (o un simulacro de democracia, me atrevo a decir). Lo que tenemos, en rigor (o temporas, o mores), más que discursos consistentes, es una cadena de oxímora que refleja lo erosionado que está el sistema.
En un ejercicio de análisis del discurso, he tomado nota de algunos de los primeros discursos nocturnos del presidente Sebastián Piñera. A diferencia del ímpetu del discurso del 20/10, bastante iracundo y vehemente (el ya clásico “Estamos en Guerra”), el discurso del 21/10 fue menos beligerante (el “Compréndanme, compatriotas”); fue este un discurso leído, calmo. De partida, Piñera partió con un tono empático, haciendo una primera alusión a ese “derecho a manifestarse pacíficamente” del ciudadano. Luego, en ese continuum de empatía, nos comentaba las causas de esas “manifestaciones pacíficas”, las cuales son producto de “carencias, dolores, problemas, sueños, esperanzas”. La tibieza y lo tangencial de este quid lo demuestra, justamente, en esa enumeración a vuelapluma (tanto que le gusta enumerar a Piñera), sin entrar, una vez más, y como debiera ser, en la médula del asunto. Muy distinto fue el discurso del 20/10, en donde un Piñera orador invocaba a los “compatriotas hoy día recogidos en sus casas”, con una predicación al grano, al callo y sin eufemismos: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas”. Lo que pasaba a describir Piñera como ese “enemigo poderoso”, claramente identificado, con unos delimitados semas, es un enemigo con un proyecto claro y definido. Un enemigo “que está dispuesto a incendiar los hospitales, las estaciones de metro, saquear nuestros supermercados”, nos dice, como si describiera a una horda monstruosa, cuyo único propósito es “hacer todo el daño posible” y la identificaba como unos “que están en guerra contra todos los chilenos de buena voluntad que queremos vivir en democracia, libertad y en paz”. Terminaba Piñera amenazante; incluso, dando a entender el modus operandi de este grupo y, sorpresivamente, pluraliza, como gobierno: “estamos conscientes de que tienen un grado de organización de logística propia de una organización criminal”. La singularización, la individuación y la caracterización de un grupo es lo que sostiene Piñera en su discurso del 20/10, algo que matizará el 21/10, cuando, luego de empatizar con la protesta pacífica, la opone (“una cosa muy distinta es”, nos dice, en esta fórmula vinculante) con la “brutal violencia que han desatado pequeños grupos de delincuentes con organización y con medios, con alevosía y maldad” los que vienen a “vulnerar los hogares de las familias chilenas”.
Como se ve, de esa figura temeraria, paradigma de un enemigo potente y claro, ahora tenemos una sinécdoque, la que llega a ser una verdadera fragmentación del enemigo de la guerra (llega a hablar, en el discurso del lunes de un “puñado de delincuentes”). Se desbarata, en consecuencia, el onus probandi de cuajo, por quien mismo lo fundó, sorpresivamente. Lamentable. Se desbarata aún más cuando el General Iturriaga, en una ronda de preguntas, el 21/10 por la mañana, decía, parco y simple: “yo soy un hombre feliz, la verdad es que no estoy en guerra con nadie”. Matizará Piñera, entonces, en su discurso de la noche del 21/10 que “se ha hablado duro” (adorable la tercera persona del singular cuando es este un orador que le gusta hablar en primera persona, incluso, del plural) y he aquí la frase que, de alguna forma, excusa el exabrupto del discurso vehemente del día anterior: “Reconozco y pido perdón”, a lo que alega, en franca peroratio: “Compréndanme, compatriotas”. ¿Y qué debemos comprender? pues su ira: “lo hago porque me indigna ver el daño que esta delincuencia produce”. Vuelve la primera persona, la del singular: es su ira, por una razón que se ha mantenido como el argumento basal en todo su discurso: la violencia producida por la delincuencia. Una delincuencia que su mujer, la primera dama, en un audio viral que se propagó urbi et orbi, tristemente la compara con “una invasión extranjera, alienígena”.
Por ello Piñera avaló la ley de seguridad del Estado, por ello avala el estado de emergencia y el toque de queda para “permitir que las fuerzas armadas colaboren”; para “resguardar la paz, la tranquilidad y sus derechos y libertades”; por ello avala, además, la función de los miles de militares en la calle, quienes “cuentan con el total apoyo y respaldo de nuestro gobierno”, nos dice. Insistía Piñera el 21/10 que es su deber levantarlos “cuando tenga seguridad que el Orden Público, la Seguridad Ciudadana y los bienes, tanto públicos como privados, estén debidamente resguardados”, algo que parcialmente sucedió entre los días 26 y 27/10. Piñera agradecía públicamente este “velar por la libertad” (que para muchos de nosotros es censurar el derecho a la protesta, la represión, la tortura, la violación y la muerte): “Quiero reconocer y agradecer a nuestras Fuerzas Armadas y de Orden. Sé que su labor ha sido muy sacrificada y difícil”, nos dice; incluso recalca la relevancia del obrar de las fuerzas armadas y del orden en el ejercicio democrático (franco oxímoron una vez más): “su labor es vital para proteger la democracia y resguardar las libertades, derechos humanos, seguridad y bienes de todos los chilenos, y muy especialmente, de los más humildes y la clase media, que son los que más han sufrido por la brutal violencia, destrucción y delincuencia de los últimos días”. El monopolio del uso de la violencia es el que se aplica en este punto y el hecho de insistir en usarlo, con muertes, desaparecidos, violados y torturados no es más que la insistencia de ese monopolio. La ira desatada, entonces, de una población cansada y agotada de tanta inequidad no debe superar al monopolio de la violencia del Estado, en lo que es su definición per se weberiana (el Estado ejerce violencia como una forma de legitimizarse). Bajo la consigna de que “la democracia tiene el derecho y la obligación de defenderse”, es que Piñera defiende el uso de la fuerza. La sigue defendiendo el 22/10 en su discurso edulcorado: “Frente a los graves hechos de violencia … el Gobierno ha reaccionado utilizando todos los instrumentos que contempla la Constitución y la Ley, para cumplir nuestro deber”. ¿Cuál es el deber para este gobierno? “Resguardar el Orden Público y la Seguridad Ciudadana y proteger las libertades y derechos de todos los chilenos”. Otro oxímoron: el pueblo protesta y, por protestar, es castigado por medio de la fuerza y el orden, por quienes velan por la libertad (¿qué libertad es esta?). ¿Qué tenemos, entonces? Pues el cese de un Estado funcional, que abusa y excede este monopolio del uso de la violencia. En rigor, un Estado deslegitimado.
El 21/10 Piñera reconocía la necesidad de la “mejoría en las pensiones, bajar los precios en los medicamentos, bajar listas de espera, condiciones de salud, seguro catastrófico, más y mejores empleos, salarios, regular las alzas”, puntos fundamentales que, de soslayo, subordinadamente, llamó “ideas”. A su vez, el día 22/10, prometía que “analizará esas ideas”, siendo que la base de todo el movimiento de este octubre chileno no es más que estas demandas (esas ideas). No es este el punto central del discurso de los primeros días, puesto que los primeros días la problemática se centraba en ese “estado de guerra”, ese “enemigo poderoso”, los desmanes, los actos vandálicos, los saqueos y los incendios. Tendrán que pasar cinco días para que el eje central del discurso de Piñera sea, justamente, la solución de estas “ideas”, lo que sostuvo en el discurso de la noche del 22/10, no sin partir su discurso con el sema de la violencia, punto constante y fundante dentro de su argumentación. No el malestar de la ciudadanía. La noche del 22/10 estas ideas que iba Piñera a analizar durante el día, dejan de ser ideas y pasan a ser problemas de urgencia, a lo que sentencia: “Llegó el momento de recuperar el tiempo perdido, acelerar el ritmo y pasar a la acción, y con urgencia, en el campo de las soluciones”.
Es por lo menos interesante que los sucesivos gobiernos de esta transición lentísima no hayan tomado en cuenta las demandas motu proprio; o los pocos actores que lo han intentado hacer se hayan dado de bruces con la Constitución de 1980, discurso elaborado de una manera perfecta con un engranaje finamente enlazado (cual reloj suizo) para que poco o nada se pueda hacer, salvo el pulimento neoliberal. Tampoco con cuanta protesta con baile y sin baile se hubiera dado durante todos estos años. Años y años de malestar ciudadano se maceraron en un contexto con una nula voluntad de diálogo ante una serie de demandas fundamentales. Por ello llama la atención, en el discurso del 21/10 de Piñera, que ahora, con el monopolio del uso de la fuerza en activo, se dé la posibilidad de abrir: “los caminos del diálogo, la buena voluntad, el avanzar hacia un acuerdo social” y que el 22/10, aún más edulcorado en su discurso, Piñera informaba que “hemos escuchado, fuerte y clara, la voz de la gente expresando pacíficamente sus problemas, sus dolores, sus carencias, sus sueños y sus esperanzas de una vida mejor”. Pasaron cinco días de movilizaciones y protestas para que aparecieran escuchar al otro, con sus descontentos, quien se manifiesta pacíficamente. Cinco días. Han pasado cinco días para que confiese que, como gobierno: “hemos recibido con humildad y claridad el mensaje que los chilenos nos han entregado”. Poco a poco aparece el reclamo de una comunidad que protesta por sus derechos, los que Piñera llama problemas: “Es verdad que los problemas se acumulaban desde hace muchas décadas y que los distintos Gobiernos no fueron ni fuimos capaces de reconocer esta situación en toda su magnitud”. Viene, a partir de este momento, una seguidilla de mea culpa, reconociendo errores y la comprobación de una nula visión social. De allí que Piñera, en primera persona, afirmase: “Reconozco y pido perdón por esta falta de visión” haciendo recurso del ornato con unos versos del poeta Benedetti (“Cuando creíamos tener todas las respuestas, de pronto nos cambiaron todas las preguntas”, cita que fue condenada por la fundación de dicho poeta).
¿Está capacitada esta casta política para hacerse cargo de estas demandas? ¿Habla Piñera, realmente, en nombre del pueblo? ¿Representa, en rigor, al pueblo? ¿Hará la tarea en nombre del pueblo o será, una vez más, una de las tantas panaceas? Hago estas preguntas retóricas porque se comprueba, de facto, que no hay vinculación alguna entre el gobierno y su ideología con ese grueso de la ciudadanía que ya está agotado de un sistema, sistema que este mismo gobierno defiende a rajatabla. Un sistema que no parte con la Constitución de 1980, sino que se ha ido perfeccionando y legitimando desde que Chile es un Estado-nación en su, ya se ha dicho, estructura profunda. Es ese pacto entre oligarquía y fuerzas armadas y de orden y su seguidilla de constituciones impuestas. Respecto a este punto, fue significativa la respuesta que se hizo al llamado del gobierno, el 23/10, a “dialogar” con los partidos políticos (con tanques en las calles), restándose la mayoría de los partidos de izquierda y presentándose los partidos que siguen velando por este sistema, por este régimen. Significativa fue, además, la respuesta a la multitudinaria concentración que se convocó el 25/10 (“La más grande”, inédita en la historia de Chile), de este mismo grupo político y que el gobierno incluso (no queriendo ver), la haya aplaudido (“La multitudinaria, alegre y pacífica marcha hoy, donde los chilenos piden un Chile más justo y solidario, abre grandes caminos de futuro y esperanza. Todos hemos escuchado el mensaje. Todos hemos cambiado, Con unidad y ayuda de Dios, recorreremos el camino a ese Chile mejor para todos”, comentaba Piñera en sus redes sociales). Significativo, porque los actos performativos que constatamos con estos discursos (los llamados a dialogar, las respuestas verbales a movimientos de protesta) son los de un gobierno que sigue tomándose la atribución de ser receptor y gestor de los cambios que se deben llevar a cabo. Sin embargo, lo que encontramos, de parte de gran parte de la ciudadanía es un soltar, un desistir al poder estatal y político porque este ha perdido su legitimidad. “Quam diu etiam furor iste tuus nos eludet? Quem ad finem sese affrenata iactabit audacia?” (¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? ¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya?) le decía Cicerón a Catilina y le decimos nosotros a Piñera, a su gobierno.
¿Qué se está gestando en estos momentos? Una acción popular, una rearticulación que viene de abajo (con este “abajo” cito y rememoro las reflexiones y enseñanzas de Agustín García Calvo, sobre todo) y que constata en los discursos y los actos de habla del gobierno no son validados. Desde abajo se ha suspendido ese individualismo capitalista y competitivo, en cada demanda hay una historia personal que se comparte, que se entiende y que hace comulgar. Todo, todo, desde abajo. ¿Y arriba? Discursos hueros y un monopolio de la violencia absolutamente condenable.
A casi cinco años de redactar estas líneas, sin saber lo que se vendría luego (un pacto político a cuatro paredes, una pandemia, unos plebiscitos y dos referéndums desastrosos), vuelvo a pensar en Catilina, figura controvertida y de la que se sabe de su complejidad por las referencias del mismo Cicerón y de Salustio. Sin entrar en detalles, que para eso están las referencias de sendos sabios latinos, sigo con las manidas comparaciones. Así como Catilina, la figura de Piñera es compleja y controvertida, sobre todo para la derecha chilena (pienso en la vuelta de tuerca del neoliberalismo que bebió del pinochetismo para luego superarlo). Pienso, sobre todo, que la muerte de Catilina fue horrorosa, digna de película, como lo es la del expresidente chileno (mutatis mutandis en el campo de batalla uno, en los fondos lacustres el otro). Cierro, así, un ciclo, que viene, más que nada, a traer a colación estas letras que redacté en su momento y que me llevan a pensar cómo despedir a un expresidente de mi propio país.
* La autora es académica de la Universidad de Chile.