Maná, Viña del Mar y el mejor baterista del mundo

  • 28-02-2024

Cuando era niño me dijeron que el baterista de Maná, Alejandro González, era el mejor del mundo. Fue de esas cosas que no cuestioné jamás y me creí a rajatabla, como que el himno de mi país era el segundo más lindo, después de la Marsellesa, que mirar la tele de cerca me dejaría ciego o que el espaciador que usaba para inhalar salbutamol era una máquina sofisticada con la que podía conversar con mis abuelos como si fuese un teléfono.

Me acordé de esto a propósito de la presentación de los mexicanos en la jornada de este martes en el festival de Viña del Mar. Maná es de esas bandas de rock en español en donde las palabras hits y hate coquetean en mucho más que la mera cacofonía. Se les suele reclamar cosas tan absurdas como lo regodeadas de amor romántico que suelen estar sus letras, la disonancia con sus atuendos oscuros, las uñas negras y el cuero abrillantado de sus puestas en escena, o su desdén político discordante con otras agrupaciones contemporáneas en Latinoamérica. Una vez leí algo así como que Maná era Coldplay de la música en español. Y quizás nadie, que se ufane de saber del tema, las pondría como referentes de complejidad y virtuosismo retórico. 

Pero hay para quienes Maná es mucho más que todo esto.

En la previa a la presentación en Viña, coincidimos con algunos colegas del trabajo que mucho de su repertorio nos remite siempre a algún recuerdo familiar que rememoramos mientras por inercia coreamos los estribillos de “Rayando el sol” o “En el muelle de San Blas”. No es casual que durante su performance en el festival, Fher haya invitado al escenario a una mujer del público, le haya dado la posibilidad de elegir un tema, y que ésta haya escogido “El reloj cucú” para recordar a su padre fallecido hace tres años.

Maná es sin lugar a dudas la banda de los padres noventeros en Latinoamérica. Su importancia podría generar interesantes reflexiones sobre la brecha idiomática que marcó a muchos de los hijos de esta generación cuyos referentes musicales estuvieron en total disonancia con el mundo anglo y que los terminó por convencer de que escuchar “Vivir sin aire” o “Mariposa traicionera” era ese gustito culposo producto de la borrachera al final de los carretes, pero de ninguna forma una influencia digna de admiración y respeto.

Una vez, en la iglesia de mi barrio a la que asistía con mi familia cuando era niño, mi tío utilizó el nombre de “Maná” para denominar a su grupo juvenil de lectura bíblica, haciendo referencia a la comida que Dios enviaba del cielo a los israelitas en el desierto. En una celebración por el día de la madre allí mismo, emuló la tipografía usada en su disco “Sueños líquidos” (1997) para pintar el letrero del escenario donde se podía leer “Feliz día Mamá”, sin que el pastor ni ningún hermano pusiera el grito en el cielo. Verlo pintar eso fue quizás lo más cercano que estuve de un Miguel Ángel dejando guiños al protestantismo en las paredes de la Capilla Sixtina. Rebeldía y ocultismo puro, todo junto en un mismo paquete.

Demás está decir que él fue el autor de esa afirmación que convertí en un dogma de fe: que el baterista de Maná era el mejor del mundo. Años después, cuando ya era adolescente, en un programa musical de la televisión local, anunciaron un especial de domingo para recordar a los cien mejores bateristas de la historia. Entusiasmado, esa tarde, me senté frente al LG gris de la pieza de mis viejos para ver un recuento cuyo final, estaba seguro, ya lo sabía. Porque claro, pasaría Ringo, de hecho, Steward Copeland y Jhon Bonham, pero encima de todos ellos, en la cúspide, en el top 1, estaría, Alejandro “El animal” González. Maniobrando las baquetas como un malabarista, tomando el protagonismo del grupo como en “Me vale”.

El sol caía apenas cuando el programa terminó. Apagué la tele con rabia y me quedé a oscuras un momento, procesando todo. Decidí guardar el final de ese día como un secreto. Esa sensación de chasco de aquel domingo me persigue hasta hoy.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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