“Con fuerza y esperanza el Frente Amplio avanza” ha sido, desde el nacimiento del FA, una de las consignas más voceadas por sus militantes. En estos días el Frente Amplio ha decidido convertirse en un solo partido y la misma consigna vuelve a adquirir potencia y sentido. Y la “esperanza” ha sido incluida como uno de los componentes de la Declaración de Principios.
Este hecho llamó la atención hace unas semanas del reconocido periodista Daniel Matamala que manifestó sorpresa, en una de sus punzantes columnas, respecto a esta inclusión. “¿Es la esperanza un principio ideológico?”, preguntó. (“Barros Boric”, La Tercera, marzo 2024,).
Pues bien, hubo un filósofo alemán cuyo formidable aporte fue precisamente su trabajo sobre la utopía y la esperanza. Ernest Bloch (1885-1977) fue un marxista que enseñó después de la Segunda Guerra Mundial en la prestigiosa Universidad de Leipzig (Alemania Oriental) hasta que el régimen lo jubiló e inició una persecución de sus discípulos, acusados de desviaciones de la “correcta” interpretación del marxismo. La intervención armada de la URSS en Hungría en 1956 y luego la construcción del muro de Berlín en 1961 decepcionaron a Bloch sobre el proyecto del denominado “socialismo real” y resolvió exiliarse en Alemania Occidental, Suiza y finalmente en Estados Unidos. Al parecer, su anterior postura pro soviética le cerró puertas en Occidente, incluso entre sus connacionales ya consagrados como integrantes de la llamada “escuela de Frankfurt”.
En la reflexión de Bloch la “utopía” adquirió vitalidad y movimiento y la “esperanza” una poderosa densidad filosófica e histórica que va mucho más allá de la consigna, el sentimiento o la fantasía. La “esperanza” como lo que “todavía no es” pero es concebido y por tanto puede llegar a ser, la “utopía concreta” como fuerza motriz para la acción y proceso complejo de construcción de futuro, la “conciencia anticipadora” y la búsqueda activa de un mundo mejor como elementos de la praxis marxista, son, entre otros, conceptos que desarrolla Bloch. La crítica reflexiva a la religión, que se alimenta de uno de sus primeros estudios, aquel sobre Tomás Münzer y las guerras campesinas en Alemania entre los siglos XIII y XVI, y que se fundamenta en la idea que las tradiciones religiosas contienen un mensaje revolucionario que hay que desvelar en el contexto de la emancipación humana, se aparta de los cánones del marxismo oficial y abre espacios insospechados de convergencia entre cristianismo y marxismo.
En América Latina, José Carlos Mariátegui, el destacado marxista peruano, se adentraba, cuando Bloch recién publicaba su trabajo sobre Münzer, en la relación entre marxismo y religión e imaginaba las “utopías realistas” (Pierina Ferretti, “La sociedad del bienestar: ¿una utopía realista?”, El País, abril 2024). Más tarde, en los sesenta y setenta del siglo XX, los conceptos de Bloch y de Mariátegui influyeron a los teóricos de la Teología de la Liberación.
Vuelvo al comienzo. No soy filósofo ni especialista en Bloch y no estoy ya en edad de llegar a serlo. Pero su aporte parece valioso en una época en que cunde el desencanto y se inocula a los jóvenes la idea que el capitalismo será eterno.
No pretendo vapulear a nadie porque no conoce a Bloch y sus libros. Mal que mal el pensador de la esperanza nunca ha sido popular ni siquiera en los ámbitos de izquierda. Pero estas notas me permiten quizá responder la pregunta que las motivó. La mejor respuesta es el título de los tres volúmenes de la principal (y difícil) obra de Bloch: “El Principio Esperanza”.