A principios de 1985, Miguel Littín, uno de los cineastas más importantes de Chile y América Latina, llevó a cabo una misión que parecía imposible. Con una identidad falsa, un pasaporte falso y hasta una esposa falsa, el director retornó a nuestro país en plena dictadura cívico militar para registrar lo que realmente sucedía bajo el régimen de Augusto Pinochet. La hazaña era tremenda y arriesgada por sí misma. Sin embargo, a las condiciones propias de un gobierno antidemocrático se sumaba otro detalle que ponía la vida de Littín en un riesgo todavía mayor: su persona, lejos de parecer inofensiva para las autoridades, figuraba inscrita en la lista de los repatriados que tenían prohibido el ingreso al territorio nacional.
Con tres equipos de cine europeos coordinados en la mayor de las discreciones y burlando la prepotencia del dictador, Littín filmó más de siete mil metros de película que reflejaban la realidad chilena a 12 años del golpe de Estado. La historia era fascinante y Gabriel García Márquez, indiscutible maestro de las letras latinoamericanas, lo supo de inmediato. Fue en un café en Londres cuando el director, pocos meses antes de concretar la operación, le contó al escritor sobre sus planes. ¿El resultado? Un extraordinario y extenso reportaje que Gabo publicaría un año después como libro, bajo el título de “La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile“. El impacto fue evidente: solo en Valparaíso, se quemaron más de 15 mil ejemplares por órdenes del gobierno militar a los pocos meses de su lanzamiento.
Pero esa charla no fue un hecho casual. Para entonces, el cineasta y el premio Nobel colombiano llevaban cultivando una íntima amistad desde hace 10 años, y que se extendió hasta el fallecimiento de García Márquez, el 17 de abril del 2014. A diez años de su partida, Littín atendió el llamado de Radio y Diario Universidad de Chile para recordar el legado de quien fuera uno de sus compañeros más cercanos.
“Era un hombre de una gran afabilidad. Muy cariñoso con sus amigos, extremadamente cariñoso”, expresó el director detrás de “El chacal de Nahueltoro”. “Siempre decía que era muy feliz cuando su casa estaba llena de amigos. Y él hacía un verdadero culto a la amistad. Con Álvaro Mutis, por ejemplo, que eran prácticamente hermanos por la edad y porque eran colombianos los dos. Tenía una amistad que es difícil de olvidar y que ocurre muy pocas veces en la vida“.
Una relación que, según confiesa, también era extensiva a sus familias. “Si yo tuviera que nombrar a los grandes amigos de mi vida, está Gabo. Y muy amigo también de mi familia. De mis hijos, de Ely (Menz, esposa de Littín), de todos. Convivimos mucho tiempo en México. Para nosotros era ‘Gabito'”.
Littín utilizó su reacción al ganar el premio Nobel de Literatura en 1982 para dar cuenta de esa bondad: “Cuando lo ganó, todos se sentían ganadores. Y esa es una cualidad muy difícil de tener. No conozco mucha gente que tenga esa capacidad de extender su triunfo personal a los demás. Y con total naturalidad. Nunca dejó de ser el mismo campesino que era, de la Aracataca. Era un hombre lleno de toda la gloria del mundo y, además, con la sencillez de un campesino del campo chileno, colombiano o de cualquier parte del continente”.
“Incluso podría haber sido un gran cantante, por la forma de ser popular. Porque yo no conozco a un escritor tan popular como García Márquez”, agregó el director. “Cuando yo lo conocí no le decían Gabo. Le decían Gabriel. De repente se extendió el asunto de Gabo, ‘Gabito’, y ahora toda la humanidad habla del ‘Gabito’. Es extraordinario. Esas son las cosas que él consiguió, y sin proponérselo”.
“Me llama mucho la atención cómo habrá conseguido Gabriel que todo el mundo le dijera Gabo. Y Gabito… Como si fueran íntimos amigos de él“, señaló Littín con una entonación que delata una sonrisa en su rostro. “Y, en realidad, ese es un logro que cualquier artista del mundo quisiera. Eso dice que era una figura popular. Era su manera de ser, su forma de abordar la vida, la existencia. Esos elementos naturales que surgen. Usted a una rosa no le pide la teoría. Usted la mira, la ve, la encuentra fantástica, hermosa, y la goza. Gabo era un hecho de la naturaleza. Y lo maravilloso es que la gente así lo entendía”.
“Crónica de una muerte anunciada”: la perfección literaria
“Es una novela donde no sobra ni una sola palabra, ni una sola coma. Me la sé casi de memoria”. Con esas palabras, Littín describió la novela “Crónica de una muerte anunciada”, la que señaló como su libro favorito de García Márquez. Aunque igualmente fue enfático a la hora de asegurar que, en la práctica, escoger una sola obra resulta imposible. “Indiscutiblemente que hablar de García Márquez y de un solo libro es casi auto censurarse uno mismo -afirmó-, porque no nombrar ‘Cien años de soledad’ es un pecado, un error grave”.
Más allá de lo estrictamente literario, lo cierto es que al cineasta lo une un vínculo mucho más profundo con ese primer texto, el que conoció desde su génesis. “Cuando estábamos en México, Gabo me la contó a mí y a otros amigos varias veces antes de escribirla. Él había esperado harto tiempo porque era un caso que estremeció mucho su juventud. Y también la de su señora Mercedes, porque ellos son del mismo pueblo. Las personas que eran protagonistas de esa historia habían sido sus amigos de la adolescencia“, contó el chileno.
“Vivíamos cerca. Y mientras la escribía, me llamaba por teléfono en las mañanas y me decía ‘vente’. Llegaba a su casa, iba para su escritorio y ahí estaba, escribiéndola, y yo leía la página que iba saliendo. Era un juego maravilloso para mí”, compartió.
Sobre los elementos que lo hacen un autor tan excepcional y vigente, Littín aseguró que la clave está en la cercanía no solo de su figura, sino también de su literatura. “Él habla y piensa como la gente en la calle. Es capaz de transmitir lo mejor de lo que es el espíritu de un continente, lo que hemos querido ser, lo que somos y a lo que aspiramos. Esa forma de narrar desde la sencillez a la profundidad es como un río. Fluye con la naturalidad total y absoluta que tiene la naturaleza”.
“Yo pienso que una de las maravillas de Gabriel era esa. En realidad, él no pensaba en lo que iba a escribir. Él lo sentía. Y lo hacía. Cuando corregía era terrible porque a veces escribía una página al día y botaba diez. Las botaba porque no le gustaban, porque no salieron como él quería… Él siempre lo dijo: ‘yo escribo para que la gente me quiera’. Eso es fundamental. Mientras escribe, está pensando en el lector y quiere hacerlo lo mejor posible, lo más grato o lo más maravilloso posible para que la gente lo quiera”, recordó. “Es un ejemplo que usé durante mi etapa como consejero constitucional: ‘Hay que escribir para que la gente que lea esto, y eso me lo enseñó mi maestro Gabriel García Márquez'”.
Gabo, amante de Chile
La relación del escritor y periodista colombiano con nuestro país era profunda. Tanto así, que para Littín era un vínculo casi inexplicable que excedía por mucho sus lazos de amistad con chilenos.
“No me pregunte por qué, pero le gustaba mucho Chile”, aseguró el cineasta con honestidad. Las anécdotas son muchas: su primera llegada a territorio nacional fue sólo de paso, a principios de los 70, y no abandonó el aeropuerto. “Y después casi pierde los aviones por ir a comer caldillo de congrio al mercado“. reveló el cineasta.
“Amaba mucho a Chile. Eso decía él. Me decía ‘a ver, cuéntame de Allende’. Y yo le contaba. Habrían sido grandes amigos, cada uno con su carácter y su forma de ser. Pero a mí siempre me ha llamado eso la atención. El por qué Chile le gustó tanto”, sumó.
Desde el punto de vista literario también tuvo mucha cercanía: fue un gran amigo de Pablo Neruda y un fanático declarado de la prosa de Gabriela Mistral. “Él se sabía de memoria los poemas de Mistral. Por ejemplo, la del dedito. La Manca se llamaba, qué maravilloso… Y se lo sabía de memoria”.
En su casa, recuerda Littín, había otro chileno esencial. “Le gustaban mucho los boleros. Y esto es algo que le conté a Lucho Gatica: él tenía la colección completa de sus discos. Los cuidaba, los limpiaba. Y de repente los ponía en las tardes con sus amigos y amigas, que tenía muchas, en el sentido de la palabra amistad, que lo iban a ver cuando terminaba de escribir. Y ahí bailaban”.