La paz de Colombia busca en Noruega el camino de regreso

Luego de la histórica conferencia conjunta de los representantes del Gobierno y las FARC, los equipos negociadores se desplazarán a La Habana. Allí, donde se atizó el fuego revolucionario en América Latina, podría pactarse el desarme de la última gran guerrilla del continente.

Luego de la histórica conferencia conjunta de los representantes del Gobierno y las FARC, los equipos negociadores se desplazarán a La Habana. Allí, donde se atizó el fuego revolucionario en América Latina, podría pactarse el desarme de la última gran guerrilla del continente.

Se instaló al fin la Mesa de Negociación. En una escena inédita y que seguramente quedará grabada en la memoria colectiva de ese país, el ex vicepresidente Humberto de la Calle, en representación del Gobierno, y el comandante de las FARC Iván Márquez, han comparecido en conjunto ante la opinión pública del mundo.

La aparición unida, en todo caso, no debe llevar a equívocos, puesto que contrastó con discursos muy difícilmente conciliables. Márquez se refirió al sueño para Colombia de las FARC y a los motivos de su lucha en lenguaje poético, al afirmar por ejemplo que la guerrilla acude “con un sueño colectivo de paz y con un ramo de olivo en nuestras manos”. En nombre de tal mandato, advirtió que no quieren la paz de los vencidos, sino una con justicia social. Además, criticó con dureza la política económica del Gobierno, al decir que mata a tanta gente como los paramilitares.

De la Calle, en cambio, se refirió a cuestiones descriptivas y procedimentales, e incluso fue decidor respecto a los asuntos más estructurales, al afirmar que “aquí no venimos a negociar el modelo de desarrollo del país”.

Como sea, hay que percibir la fuerte carga histórica que este momento tiene, no sólo para Colombia, sino para toda América Latina. A fines de la década del ’60 Víctor Jara cantaba que “era mentira que se acabaron las guerrillas”. Cuatro décadas después, las FARC son el remanente de un ciclo y de una forma de ejercer la lucha social que podría estar llegando a su fin. Por eso, tiene un profundo sentido latinoamericano que Colombia busque la paz en La Habana y en coincidencia con el crepúsculo físico del comandante Fidel Castro. De hecho, se afirma que líder de la Revolución se habría implicado personalmente en este proceso y que lo vería como su último gran aporte al devenir del continente.

A diferencia de diálogos precedentes, como el empujado por Belisario Betancur en 1982 y, especialmente, el que sentó a la mesa en 1998 al Presidente Andrés Pastrana y al comandante Manuel Marulanda o “Tirofijo”, esta vez las condiciones son más apropiadas para la llegada a puerto. En la ocasión anterior, los líderes se mostraron tironeados por sus bases y tuvieron posiciones ambiguas: mientras seguían dialogando, el Gobierno impulsó su controvertido Plan Colombia y las FARC  respondieron con secuestros y autos-bomba. El epílogo juntó al parto y a la defunción, puesto que Pastrana pateó la mesa el mismo día que se había acordado el cese al fuego.

Las circunstancias han cambiado respecto a ese momento. Primero, las FARC son militarmente más débiles, han tenido una disminución de su contingente a la mitad, desde unos 20 mil combatientes en 1990 a poco menos de 10 mil en la actualidad, a lo cual hay que sumar que, por enfermedad u operativos del Ejército, han perdido en apenas algunos años a todo su alto mando. En tal contexto, la paz ya no es sólo una opción, sino una necesidad.

Lo segundo es que esta vez el Gobierno tiene el apoyo monolítico de la Patronal y de las Fuerzas Armadas, desde los cuales surgieron la vez anterior sectores extremistas que presionaron al Gobierno para que abortara las conversaciones. El hecho de que esta vez sean parte de la Mesa, junto con el debilitamiento de las fuerzas paramilitares de extrema derecha, muestra una elocuente cohesión de los poderes político, económico y militar de Colombia. Incluso el principal detractor de esta negociación, el ex presidente y ex todopoderoso Álvaro Uribe, representa una posición completamente aislada del sentido común nacional. Lo prueban las encuestas: tres de cada cuatro colombianos están con la vía de Santos y dan su crédito a la Mesa.

En tercer lugar, el presidente Juan Manuel Santos tiene una comprensión opuesta a la de su antecesor, Álvaro Uribe, en el sentido de que la solución al conflicto no es un asunto meramente militar, sino que es esencialmente de naturaleza política. De hecho, las FARC pueden considerarse un ejército virtualmente derrotado, pero podrían sobrevivir en tal condición, y propiciándole golpes al Gobierno y al Ejército, por muchos años más.

Cuarto, la inserción política de las FARC hubiera sido un acto suicida o al menos de temeraria orfandad en la década del 90, cuando en América Latina campeaban los Menem, Fujimori, Lacalle o Sánchez de Losada. Esta vez, luego de la oleada de gobiernos progresistas en la región, inaugurada con Hugo Chávez en Venezuela, la vía política de las Farc no sólo es posible en Colombia, sino que puede insertarse armónicamente en la elaboración de alianzas continentales.

Por último, la vez anterior el diálogo se hizo en territorio colombiano y eso supuso una presión para los actores sentados a la mesa. Se espera que el suelo ajeno sea un lugar más propicio para que los negociadores avancen con más márgenes de maniobra en busca de los acuerdos.

Las próximas semanas verán el desarrollo de la negociación, cuyo primer asunto es el desarrollo rural. Este punto de tabla inicial servirá para reivindicar una identidad profunda de las FARC que se había desperfilado en el último tiempo: la de un ejército que surgió como una auto-organización de los campesinos ante las masivas expulsiones de tierras que sufrían de parte de los grandes terratenientes. Y en uno de los países más desiguales del mundo en este aspecto: según la ONU, en Colombia el 52 por ciento de las tierras están en manos de apenas el 1,15 por ciento de sus habitantes. La paz militar dependerá de estar al nivel de la envergadura de estos asuntos.

 





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