La verdulería de José está en la esquina de Cuenca y Jonte. No es un secreto. Todo lo contrario. Tampoco es que sea una verdulería famosa. Algunos la conocen porque son vecinos y porque saben que en esa verdulería suceden cosas. Para empezar, José vende frutas y verduras. Hasta ahí, todo normal. Pasa que José vende frutas y verduras con entusiasmo. Siendo un hombre joven, las vende a la antigua. Con gran despliegue de sonrisas y palabras. Una lechuga, un kilo de naranjas pueden ser la ocasión de una conversación en la esquina, que es la esquina de José, siempre concurrida por vecinos, amigos y amigas, que vienen también a compartir un mate con él. Hace unos años se mudó al barrio un músico argentino que había estado viviendo afuera. José lo vio pasar un día y lo saludó. Como saluda José, con nombre y apellido, conociendo mucho o poco. Anticipando la amistad. El “Tata” (que así le dicen al músico que ha hecho profesión de cantar tangos a la manera de nadie –la suya– interpretando poesías que habían nacido con otros rumbos) y José se hicieron amigos. Se vieron varias veces hasta que un día tuvieron un diálogo que fue más o menos así.
JOSÉ: Tata, se viene el feriado del 9 de julio, capaz que hago unos chorizos (léase: con parrilla en la vereda).
TATA: Ah bueno… Si vos hacés unos chorizos, yo traigo la guitarra…
JOSÉ: Dale…. Y si vos traes la guitarra, yo puedo traer mis cuadros, hacemos una exposición (léase: siempre en la vereda).
TATA: Bueno, pero si vos hacés una exposición, yo hago un concierto (ibídem).
Así es como José y Tata iniciaron una serie de encuentros en la esquina, sin pedirle permiso a nadie, sin publicidad, sin proponerse nada como no fuera pasar un buen momento entre gente que tiene algo en común. Lo suficiente como para salir a la calle (no eran pocos) y asistir a esos conciertos de pie y sin techo (hubo varios). Llevando una botella de vino para compartir con otros y hacer pasar el choripán. Mientras Tata interpretaba sus canciones con sus amigos músicos. Mientras José lo acompañaba, a veces, en algún tango tradicional. Canta lindo José. También pinta y hace teatro o lo ha hecho. En otras ocasiones se le ha dado por ser locutor radial. Todo esto además de su trabajo como verdulero. Y además de su vida familiar (tiene señora y tres bellos hijos). A lo mejor es porque duerme poco que José sueña mucho y, ciertos días, pareciera que la vida no le alcanza. Hace unos meses retomó sus estudios. Entró a la universidad. Estudia a distancia. Un día le contó a una clienta que había dado un parcial desde le verdulería. La clienta se conmovió: “José, este… ¿te puedo dar un abrazo?” Y José dijo que sí. Y ahí no más, en medio de la verdulería, que tiene también una carnicería, se dieron un abrazo. Uno de esos abrazos que sólo viven en los tangos de Discépolo y en la verdulería de José que es… sí… “como una escuela de todas las cosas”.
Sucedió que otro día, hace ya varios años, pasé yo también por la verdulería y José me llamó. Como llama José, con nombre y apellido, anticipando la amistad. Hubo una primera conversación, una segunda, etc. Y en una de esas conversaciones, José me preguntó: “Antonita, ¿vos conocés a Pedro Lemebel?”. La respuesta fue no. Y él: “¿No? Pero… ¿cómo ‘no’?”. La verdad es que yo también me pregunto (hoy) cómo pudo ser que la respuesta fuera “no” pero faltaría a la verdad si dijera otra cosa. José insistió: “Tenés que leer a Lemebel, yo te voy a prestar un libro”. Y así fue. Un día se apareció en la esquina agitando el libro como bandera. Y era “Loco Afán” que yo no conocía.
Mucho habría por decir sobre la manera en que nos llegan los libros o sobre la manera en que uno se acerca y se aleja de ellos. Esa marea extraña, en la que entran tantos elementos. La educación formal, la educación no formal. Lo que puede y no puede una escuela. Lo que puede y no puede una casa. Lo que puede un amigo. Los medios. La relación con los medios. El asunto es que José me presentó a Lemebel, en ausencia, y en la misma esquina donde pasan las cosas importantes en este barrio. Leí ese libro y luego otro que también me facilitó un amigo porteño, librero y admirador de Lemebel. Hablando con uno y con otro, descubrí que la única persona –o casi– que no había leído a Lemebel, en Buenos Aires, era yo. Con mi ignorancia a cuestas entablé conversación con esos amigos y lo que me gustó fue el cariño con el que lo nombraban. Una forma especial de cariño, teñido de admiración, de respeto pero con cercanía. Como si Pedro Lemebel fuera algo de uno, de ellos, los amigos.
En esos años tenía cierta curiosidad por saber quiénes eran los autores chilenos que habían escrito en chileno. Me preguntaba porqué tan pocos se habían atrevido, porqué siendo que una de las cosas que más nos caracterizan como chilenos es nuestra forma de hablar (soy un pésimo ejemplo pero hablo en general), todo eso desaparecía en el lenguaje escrito, por lo menos en muchos casos, demasiados. Por esa puerta me adentré en la obra de Lemebel y no volví a salir. Por esa puerta descubrí también que a Lemebel le cabía una frase que José Martí le dedicó a Victor Hugo. Dice José Martí que es una cosa tremenda traducir a Victor Hugo porque Victor Hugo no escribe en francés… sino en Victor Hugo… Lo mismo con Lemebel que habla en Lemebel y escribe en Lemebel y siente en Lemebel y sufre en Lemebel y ríe en Lemebel. Pero sin excluirnos. Dejando esa puertita abierta. Apenas.
En estas cosas pensaba la semana pasada cuando todavía nos rondaba la cuestión del Premio Nacional de Literatura. Sin desmerecer a nadie, albergué la secreta esperanza de que, de pronto, hubiera cabida en el país para reconocer una obra hecha a contracorriente, en “orgullosa soledad”. Y ahí no más, el viernes por la noche, me acordé de Foucault. (Es una frase que suelo citar y si me repito pido disculpas). En uno de sus escritos, se trata del prólogo de 1961 a “La Historia de la Locura”, dice así:
“Se podría hacer una historia de los límites –de esos gestos oscuros, necesariamente olvidados ni bien realizados, por los cuales una cultura rechaza algo que será para ella lo Exterior; y a lo largo de su historia, ese hueco abierto, ese espacio en blanco mediante el cual se aísla, la designa tanto como sus valores”.
Así también con nuestra sociedad, sus elecciones, sus monumentos, sus distinciones, sus Adentros y sus Afueras. En todo caso, es bueno tener la certidumbre de que la literatura que tiene algo que decir llega a destino. Llega a pesar de los pesares. Cruza todas las fronteras. Entra en las escuelas y sale de ellas. “Se hace la rata”, se escabulle, se va de paseo, y termina sentándose en un cajón de frutas, donde le llega a José y desde donde José la comparte o la devuelve a alguna amiga chilena… que se quedó con el libro…