Una de las propuestas más repudiadas por la población es la de quienes están abogando en favor de que los partidos políticos y los candidatos consigan más aportes estatales para financiar sus actividades y competencias electorales. Con el nivel de desprestigio del Parlamento parece un verdadero despropósito, además, que vayan a ser los propios diputados y senadores quienes determinen los presupuestos y mecanismos para tal efecto, aunque es cierto que las democracias más serias contemplan esta posibilidad a objeto, justamente, de que los “representantes del pueblo” no tengan que “pasar el platillo” a las empresas y a los millonarios de sus países para postular a un cargo o mantenerse en éste. Como, para colmo, se sigue aplazando la idea de legislar para regular el lobby, ya está asentada en la opinión pública la convicción de que los financistas privados de la política lo que persiguen es amarrar las decisiones de los que resulten electos, cuanto intervenir más allá de lo razonable en las acciones de los gobiernos y parlamentos.
Cuando en la sociedad civil existen tantos servidores públicos (los bomberos, por ejemplo) que realizan gratuitamente sus tareas resulta poco convincente que con cargo al erario nacional se sostengan las colectividades políticas y campañas electorales, toda vez que el país sabe que quienes acceden a los ministerios y cámaras legislativas van a recibir sueldos y asignaciones que están muy por encima de lo que perciben los ciudadanos en general e, incluso, sobrepasando con creces lo percibido por los gobernantes, congresistas y ediles de los países más ricos de la Tierra.
Cuando teníamos partidos políticos ideológicos, eran sus propios militantes los que sostenían dichas agrupaciones. Al mismo tiempo que no pocos de sus candidatos a cualquier cargo dependían casi exclusivamente de lo que su partido les asignaba para sus gastos de campaña. Militar en un partido significaba también cotizar regularmente para solventar su funcionamiento; por lo mismo que las distintas colectividades podían escoger a sus candidatos por sus méritos más que por su peculio personal o posibilidad de reclutar financistas. Y es así como existían militantes que durante todas sus vidas contribuían sin retribución alguna a las causas que compartían con sus dirigentes, camaradas o compañeros. No como ahora en que dichas colectividades han devenido en agencias de empleos públicos y son casi excepcionales en ellas los que militan por amor a un ideario. De esta forma, menos razones habrían hoy que del bolsillo de todos los chilenos salieran los recursos de quienes lo que más los motiva es llegar a ocupar un muy bien remunerado cargo.
Por otro lado, del experimento ya realizado de otorgar recursos fiscales para la competencia propagandística de los candidatos se concluye que éstos fundamentalmente sirvieron para acrecentar las millonarias campañas electorales, como las propias autoridades del Servicio Electoral lo han corroborado recientemente. Las indagaciones sobre lo “invertido” en la última contienda presidencial y parlamentaria, por ejemplo, indican que se excedieron con creces todos los límites de gastos establecidos por Ley, al mismo tiempo de comprobarse que en lo recaudado por una gran parte de los candidatos lo que primó fue el aporte empresarial anónimo. Asimismo, existe convicción en las autoridades del SERVEL en cuanto a que los postulantes gastaron mucho más de lo reconocido o incluso documentado por ellos mismos, vulnerando flagrantemente las precarias normas que se han establecido al respecto.
Cosa distinta sería determinar que los candidatos quedaran estrictamente limitados a gastar la contribución del Fisco y aquellas donaciones privadas y efectivamente transparentadas. Por lo mismo, hoy tenemos un asombroso sistema en que constan las enormes asimetrías entre los candidatos pobres y los ricos y en que a la hora de los escrutinios salta a la vista la perniciosa relación existente entre el dinero y la política, cuando los ganadores son, por regla general, los que pudieron solventar la propaganda más millonaria. Un fenómeno que quedara tan bien demostrado en el triunfo de la candidatura presidencial de la propia Michel Bachelet a quien favorecieron los mayores aportes de la gran empresa nacional, gracias a lo cual pudo financiar la propaganda electoral más onerosa de nuestra historia republicana. Contienda en que una amplia mayoría ciudadana, sin embargo, decidió abstenerse de sufragar.
Más escandaloso y repudiado por los chilenos podría ser, todavía, que se legislara para sostener desde el presupuesto de la Nación la actividad de los partidos según la cantidad de militantes que hayan enrolado, lo que podría extender las prácticas del cohecho, tanto para para captar militantes o mantenerse legalmente reconocidos cuando sus votos no logran legitimarlos.
En caso de legislarse sobre estas materias, sería bueno tener en cuenta, también, las distorsiones experimentadas por aquellos sistemas que le dan a los partidos y candidatos aportes públicos según el número de votos o candidatos electos. Una práctica que indefectiblemente consagra y perpetúa privilegios, especialmente en países de baja cultura cívica y voto muy poco informado en que los ciudadanos más bien optan por el que tiene más notoriedad pública en propaganda y acceso a los medios de comunicación, a los que exponen mejores imágenes y recursos publicitarios, más que contenidos o idearios. En este sentido, sería preferible insistir en que los partidos asuman su propio financiamiento con el aporte de sus militantes y con actividades públicas abiertas destinadas a reunir recursos, como ocurre en tantos lugares.
En efecto, sería muy conveniente que en estos afanes se pudiera estimular la mística política, la democratización de los partidos y la consolidación de espacios en que cada colectividad pueda descubrir y renovar a sus líderes y dirigentes. En que los ciudadanos puedan, por ejemplo, revocarle la confianza depositada en quienes incumplen con sus promesas o se corrompen en el poder. Para que no ocurra que los más diestros en armar una “caja electoral” sean en definitiva los que se imponen en los cargos públicos, se perpetúan en ellos y bloquean el acceso a las nuevas generaciones.
Por cierto, no es descartable que el financiamiento de la política pueda comprometer más al Estado, pero antes de esto es preciso legislar en serio para definir, controlar y difundir adecuadamente los gastos de partidos y candidatos. Para impedir, también, aquellos aportes a la política que no tienen nada de altruistas y que, incluso viniendo del extranjero, lo que buscan es garantizar sus inversiones en el país o abrirse nuevas oportunidades empresariales.
Por supuesto que se hace propicio, además, suprimir efectivamente el sistema electoral binominal que, además de excluyente, impide conocer cuál es el peso real de cada colectividad o grupo integrado a aquellos pactos y subpactos electorales por conveniencia, más que por convicciones y programas. ¿Cómo podría el Estado repartir subsidios e incentivos al respecto cuando el sistema electoral impide realmente saber quién es quién en la política y cuanto gravita en la opinión pública? Cuando, se sabe, que todo resulta de la “ingeniería política”, de los acuerdos por omisión y de aquellas nominaciones surgidas de conciliábulos cupulares que finalmente siguen imponiéndose sobre las elecciones primarias y competitivas.
Cuando se habla del financiamiento de la política y de otras iniciativas vuelve a surgir la conveniencia de definir primero una nueva Constitución, es decir el marco democrático adecuado que ordene todo nuestro sistema institucional. Tarea que resulta cada vez más apremiante cuando los niveles de desprestigio de nuestras principales instituciones siguen acrecentándose y nos amenazan, por cierto, con un nuevo quiebre institucional.