En las últimas semanas la artillería opositora ha cuestionado si la Presidenta ha tenido liderazgo, primero en la conducción de las reformas estructurales que se ha propuesto, y segundo, en la capacidad de coordinar las acciones y decires de sus ministros respectivos para transmitir mensajes claros a la ciudadanía.
En la formulación de estas válidas preguntas se ha colado una serie de disquisiciones que enredan los argumentos opositores: que la Presidenta no aparece con la frecuencia necesaria para aclarar los puntos en discusión o, al revés, cuando lo hace es para salvar a un ministro en apuros.
Ella les dio la declaración que buscaban cuando, en una entrevista periodística, confió que su “primer sentido” fue partir con la educación pública pero finalmente lo hizo con el fin del lucro, el copago y la selección, los que son materia de los tres primeros proyectos de ley propuestos para echar a andar la reforma educacional.
Esto les hizo exclamar a los opositores que, tal como en el transantiago su intuición le indicó que no debía iniciarlo todavía.
Es cierto que la Presidenta se las puso en bandeja cuando resaltó de nuevo un supuesto atributo femenino de la intuición propio de un feminismo algo trasnochado.
Pero Bachelet indicó esta vez que la enseñanza pública y la calidad de la educación marcharían apenas se aprobasen los tres primeros proyectos en una secuencia estratégicamente establecida.
En la Moneda y en los partidos oficialistas tienen claro que de haberse preferido la enseñanza pública habrían recibido una andanada de críticas por privilegiar al Estado.
En cuanto a la toma de una posición, los políticos saben que por mucho que consulte un Presidente a colaboradores, expertos e incumbentes, llega el momento de la soledad del poder que es cuando los Mandatarios deben decidir por hacer esto o aquello.
En el caso de las actuales tentativas de reformas estructurales, la Presidenta de centro izquierda enfrenta un doble problema. Por un lado, sabe que cambios de tan alto calado precisan de una mayoría social suficiente para instaurarse, más allá de los votos legislativos con que se cuente. Esto es parte de la autocrítica que ha desarrollado la izquierda chilena en las últimas décadas: que el programa de la Unidad Popular no podía cumplirse sin el concurso de un amplio espectro de la vida social y política del país, que incluyera lógicamente a la Democracia Cristiana, cuyo programa era muy avanzado y concordante con el de la UPE.
Pero, al mismo tiempo, todo marxista espera una amplia resistencia de los sectores afectados en sus intereses por las reformas. Es lo que está haciendo precisamente el conjunto de la derecha chilena, no sólo a través de sus esmirriadas formaciones partidistas, sino principalmente mediante la acción resuelta del gran empresariado nacional.
Al frente también están las movilizaciones estudiantiles de profesores y de grupos corporativos y particulares que se sienten legítimamente preocupados por lo que pueda ocurrir con sus colegios.
Este es el dilema que tiene que resolver Michelle Bachelet: transar con todos los sectores concernidos o definirse entre los que quieren realmente las reformas o los que se oponen a ellas con más o menos subterfugios para esconder sus verdaderas intenciones, extraviando los debates con argumentos extraños y dispersivos.
El gobierno ha llamado en las sedes empresariales a una unión de sectores públicos y privados para hacer progresar el país, pero sabiendo que un acuerdo con “los poderosos de siempre” puede llevar a la inamovilidad.
Tienen razón los que se preguntan si Bachelet es “puro carisma” o si realmente tiene condiciones de liderazgo. Es un punto que no tiene respuesta aún y que se dilucidará al terminar su período de cuatro años. Ya logró avanzar en la aprobación en general de algunas reformas, pero sin que se sepa qué ocurrirá después de la discusión en particular. Entonces será la ocasión para que variados sectores hagan sus exigencias, lo que incluye a sensibilidades de centro e independientes que están en la Nueva Mayoría.