Análisis económico: Profecías auto cumplidas

Lo que realmente sucede hoy con nuestras expectativas no es resultado de que hayamos realizado cálculos e investigaciones con todo el conjunto de información posible para asegurar un determinado futuro, sino que creemos más en las hipótesis de unos, que en las de otros.

Lo que realmente sucede hoy con nuestras expectativas no es resultado de que hayamos realizado cálculos e investigaciones con todo el conjunto de información posible para asegurar un determinado futuro, sino que creemos más en las hipótesis de unos, que en las de otros.

No obstante la pertinacia con que ciencias sociales como la economía buscan a través del uso de las matemáticas transformarse en ciencia exacta, siguiendo así las viejas tradiciones positivistas del siglo XIX, la vida real, de tiempo en tiempo, la abofetea despiadadamente, llevando la profesión a esa tragicómica definición que afirma que la economía es la disciplina cuyos especialistas cuentan con las mejores herramientas para explicar ex post, por qué sus previsiones no se cumplieron.

No es esta una columna cuyo propósito sea el desprestigio de esa noble área académica que, por lo demás, ha brindado tantos distinguidos premios Nobel, interesantes correlaciones de variables, “leyes” y magistrales ecuaciones -que se cumplen si todo lo demás está céteris paribus-, surgidas de esa poderosa herramienta mental que es la matemática, la que, no obstante, según Bertrand Russel, es aquella “disciplina en la que nunca sabemos de los que estamos hablando (los números son abstracciones mentales fuera del tiempo y espacio), ni si lo que estamos diciendo es verdad”.

Así y todo, el poder de convicción de una correcta estructura lógico-matemática, donde, según el mismo Russel, decimos en general que “si tal proposición es verdadera de algo, entonces tal otra será verdadera de esa misma cosa”, tiene una capacidad devastadora para inducir validaciones sobre la realidad que suele arrastrar a millones de personas a la aceptación de la hipótesis como “verdad”, constituyéndose en un modo de influir sobre la fe y confianza –más que sobre la razón-, transformándose finalmente en profecías auto cumplidas.

Sin embargo, el propio matemático y filósofo nos advierte que en matemática “es esencial no discutir si la primera proposición es o no realmente verdadera y no mencionar qué es ese algo de lo que se supone que es verdadero”, llevando a la conclusión lógica que el ilustre instrumento es, como dice Gell-Mann, “un estudio riguroso de mundos hipotéticos”. Nada más.

Resulta pues, admirable, que tras todos los evidentes avances epistemológicos de los siglos XX y XXI, el enorme salto dado desde la física mecánica del siglo XIX a la investigación del incierto mundo de la relatividad y la física cuántica, con toda la incertidumbre que aquella nos muestra respecto de la base misma de la estructura de la materia, haya quienes, apoyándose en dichas hipótesis lógico-matemáticas, concluyan con tanta devoción que lo que piensan es la verdad y, peor aún, actúen en consecuencia, sin detenerse a reflexionar críticamente sobre sus convicciones, contrastándolas permanentemente con una realidad en constante cambio.

Parece innecesario enumerar aquí la cantidad de profecías económicas que la realidad ha enviado al tacho de las ligerezas. Cada uno recuerda previsiones fallidas a nivel mundial, nacional o de su empresa. El recomendable libro de Nassim Taleb, “El Cisne Negro” (2007), es un buen tratado de tales errores basados en complejas ecuaciones transformadas en convicciones que han implicado alto costo para economías nacionales, y hasta la mundial.

Recientemente el Ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, ha dicho que la discusión de las reformas que lleva a cabo la actual administración, ha tenido efectos autónomos que explican parte de la actual caída de actividad, inversión y confianza de los consumidores. Hace un tiempo, un banco español intentó cuantificar esos impactos, afirmando que alrededor de 30% se explicaba por razones internas y 70 por ciento por la crisis mundial.

Y es que es lógico y razonable afirmar que el conjunto de cambios que ha impulsado el actual gobierno genera incertidumbre. Es una proposición que aparece evidente por sí misma y no merecería discusión. Todo cambio implica incerteza, pues lo que estaba allí, estará mañana de otra forma. Puro sentido común. Sin embargo, lo que no lo es, es tener esa absoluta certidumbre en que nuestras proyecciones respecto de lo que se modificará, sean las correctas, explicable excepto, porque nos hemos convencido –o nos han convencido- de que las hipótesis más pesimistas, son las que efectivamente se materializarán.

Entonces, lo que realmente sucede hoy con nuestras expectativas no es resultado de que hayamos realizado cálculos e investigaciones con todo el conjunto de información posible para asegurar un determinado futuro, sino que creemos más en las hipótesis de unos, que en las de otros.

Y cómo es que ocurre este fenómeno: basados en la confianza que tenemos en aquellos a los que les creemos. De allí esa indiciaria correspondencia que se observa entre el proceso de pérdida de confianza en el Ejecutivo y el aumento en el rechazo ciudadano a las reformas.

La palabra clave para superar nuestra ralentización económica actual es, pues, confianza. Por eso parece urgente avanzar en la recuperación de las confianzas en todos los ámbitos –incluido el vecindario-, porque, de otro modo, los profetas del pesimismo –más allá que estemos o no de acuerdo con el rumbo de los cambios- seguirán ganando peso en las conciencias, generando certeza en que nos irá mal, el primer paso y final hacia la profecía auto cumplida.





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