Estimado Señor Director:
En relación a los múltiples debates que se han suscitado en cuanto al control preventivo de identidad y la agenda corta antidelincuencia, creo necesario mirar el sistema punitivo, y con ello proponer un análisis de las ofertas de sanciones disponible en nuestro sistema de control social. Este análisis se torna urgente, cuando observamos que en la última década se ha generado un crecimiento progresivo de la las personas encarceladas, estableciéndose un desfase entre el incremento del tamaño de la población (encarcelada) y el crecimiento demográfico de nuestro país (inflación carcelaria), llegando a ser uno de los países de la OCDE con el mayor número de personas privadas de libertad.
En Chile, la sofisticación de los sistemas de control social, y el fortalecimiento del sistema penal, tiene como máximo símbolo de expresión el surgimiento de las cárceles. Ellas se levantan como el emblema central del castigo, encierra lo malo, oculta lo detestable, esconde ante nuestros ojos aquello que no queremos ver. Sus muros infranqueables, cumplen una doble función dependiendo de dónde se encuentren: una sensación de seguridad, al saber que la perversión se encuentra custodiada por verdugos y burócratas del orden y la seguridad; o un temor espantoso de cumplir otro día de condena.
Las cárceles no sólo permiten el encierro de personas, sino que también las aísla, las margina de la sociedad, los limita de vínculos con otros y otras, los priva de atenciones médicas, vulnera sus derechos, configurándose en unapartheid social, donde se justifica el uso de la violencia y los actos vejatorios hacia los internos e internas. Nos encontramos entonces con la noción de cárceles premodernas, donde no sólo se busca el disciplinamiento de los cuerpos, sino también su mutilación, sufrimiento, tortura, castigo, y con ello, se configura una tecnología fundamental del control social a través del miedo de ser condenado a una cárcel.
Paradójicamente, desde sus inicios, las cárceles dieron señales de no ser un adecuado centro de reeducación (o su homólogo más reciente: reinserción social), sino no lo contrario, mientras más tiempo pasaba un delincuente en ellas, más delincuente se volvía. Los primeros estudios realizado en Chile, sobre el surgimiento de los centros de detención mostraban resultados desalentadores, señalando que las cárceles se configuraban como un centro de reforzamiento y contagio delictual (Fernández, 2003), por lo tanto, su desaparición debería ser inevitable. Sin embargo, permanecieron, permanecen, y la sociedad chilena clama por su fortalecimiento cada vez que los medios de comunicación refuerzan un discurso de inseguridad y excesivo garantismo de la justicia chilena.
Entonces… muchos nos preguntarnos ¿Para qué sirven las cárceles?, ¿Por qué se piensa en ellas como el principal mecanismo de sanción?, y ¿Cuál es su principal función como mecanismo de control social?
Pareciera ser que la consigan de filósofo francés, Michel Foucault (1926-1984), planteada en su conferencia realizada en Brasil en 1973, vuelve a resonar como una respuesta coherente a estas preguntas, al advertirnos que las cárceles son funcionales, porque, de hecho, producen delincuentes y la delincuencia tiene una utilidad económica-política en las sociedades que conocemos: “cuantos más delincuentes existan, más crímenes existirán; cuantos más crímenes haya, más miedo tendrá la población y cuanto más miedo en la población, más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad como si se tratase de una permanente novedad” (Foucault, 1975).
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