Un craso error educacional

  • 30-06-2016

Hasta 1980, la educación superior gratuita era un robo porque los pobres pagaban impuestos para que los niños bien pudieran estudiar y ganar mucha plata cuando grandes. Felizmente, vinieron los Chicago Boys y se aprovecharon que había orden en el país para reparar esta injusticia. Cada uno iba a pagar sus estudios. Bueno, para los niños bien, iban a pagar los padres. Para que los otros no quedaran botados, en vez de las anticuadas becas, habría un moderno crédito universitario. Ya que sus estudios les darían acceso a brillantes carreras, podrían reembolsarlo fácilmente.

Como este sistema abriría las puertas del saber y el éxito a muchos jóvenes que el sistema anterior dejaba fuera, iba a ser necesario multiplicar el número de cupos en la enseñanza superior. También habían pensado en ello. Para que el Estado no tuviera que invertir cantidades gigantescas de la plata de todos los chilenos en la operación, se crearían universidades privadas. Sin fines de lucro, porque con la educación (superior), no se lucra. No quisieron, eso sí, instaurar un sistema de control de los gastos de estas universidades. En efecto, la Contraloría estaba demasiado ocupada verificando los gastos del Estado corrupto e ineficiente para, además, verificar que las universidades privadas no lucraran. Sabían, en efecto, estos brillantes jóvenes que las empresas privadas optimizan la asignación de los recursos y que es contraproducente imponerles trabas burocráticas que desincentivan la actividad económica y el progreso. Y para que las universidades tradicionales no hicieran una competencia desleal a estos frágiles nuevos brotes, les pidieron autofinanciarse. Otra ventaja era que esto disminuiría el tamaño del Estado que, como dijo el gran filósofo Ronald Reagan, no es la solución sino el problema.

Con la educación no se lucra, cierto, pero solamente si es superior. Para la básica y la media, habría que compensar a los filántropos que aceptarían arriesgar su escaso capital para ofrecer una alternativa a las agudas insuficiencias de la educación pública. Recibirían una subvención estatal por cada alumno. Como era indecentemente baja, se decidió más tarde que podrían cobrar un copago a los apoderados. Se confiaría en el mercado para sincerar sus cuentas y asegurar la calidad de su trabajo. Merecerían el nombre de sostenedores. (Nunca pude escuchar esta palabra sin acordarme que, en mi idioma paterno, significa proxeneta).

El mercado de la educación iba a producir maravillas nunca antes vistas en ningún otro país porque, hasta la fecha, nadie había tenido las ideas suficientemente claras y los pantalones bastante bien puestos para implementar un sistema de tan impecable lógica. (Bueno, las ideas las tenían los muchachos, los pantalones los tenían los milicos. División técnico-social del trabajo). Cada uno escogería el colegio, la universidad y la carrera que quisiera, según las informaciones proporcionadas por el mismo mercado cuya función es precisamente informar. Los vendedores de mala mercancía o los que cobrasen demasiado caro iban a ser eliminados. Progresivamente, porque el sistema tiende a la perfección, sólo que a largo plazo. Algún mal pensado había hecho observar que “a largo plazo, estaremos todos muertos”. Se llamaba John Maynard Keynes. Pero ya estaba muerto.

Felizmente, los que quieren estudiar ahora no tienen que esperar tanto. Información no les va a faltar. Aparece en todas las micros y en todas las radios, cada año, de octubre a marzo. Pues todas las nuevas universidades muestran su afán de transparencia gastando substanciales sumas en publicidad. Es cierto que los alumnos con altos puntajes prefieren entrar a universidades tradicionales. Aunque también se hayan vuelto muy caras. Extrañamente, mucha gente sigue confiando más en ellas que en las nuevas y no cree en la información que tan generosamente les brinda el mercado. Otros mal pensados se apresuran incluso en concluir que su calidad académica varía en relación inversa a la cantidad de su publicidad.

Se puede temer, por cierto, que algunas de estas universidades caigan en la tentación de prometer mucho y cumplir poco. Se cree saber de presiones sobre los profesores para que bajen sus exigencias académicas con el objeto de conservar más alumnos pagando durante el mayor tiempo posible. No hay pruebas, porque a nadie le conviene denunciar. Ni a los estudiantes, que quieren terminar la carrera con la esperanza que el cartón les sirva igual, aunque sea un poquito. Ni a los profesores, que necesitan conservar la pega aunque les dé asco.

Son inconvenientes que puede presentar el sistema de mercado en un comienzo. Infelizmente, nuestros entusiastas pijes cometieron el pequeño error de creer que el ajuste en el mercado educativo es tan rápido como en la bolsa de valores. Es una lástima, porque esta pequeña falla en sus cálculos abrió una brecha de decenas de años durante la cual algunos jóvenes podrían no haber recibido toda la educación que pagaron. Sería una estafa y pueden denunciarla en el Sernac.

El moderno crédito universitario tampoco es perfecto. Un promedio de 40 por ciento de sus “beneficiarios” no terminan sus estudios superiores. Muchos de los que sí los completan tampoco alcanzan sueldos suficientes para reembolsarlo. Otra insuficiencia de las becas y del crédito universitario es que cubren un arancel de referencia siempre bastante inferior al real. Sin contar que estos chiquillos pretenden seguir comiendo y no dormir en la calle. Felizmente, muchos bancos, queriendo ayudar, otorgan créditos de consumo complementarios. Todo lo cual permite que estudien tranquilos. Cuando terminan, eso sí, deben decenas de millones de pesos a sus benefactores.

Como el aval al crédito universitario, el Estado también termina pagándoles a los bancos lo que no quiso invertir en las universidades. Esto funciona así:

“En este sistema de financiamiento estudiantil, los garantes de los alumnos beneficiarios son las instituciones de educación superior y el Estado. Las primeras otorgan una garantía académica, asegurando reembolsar al banco en la eventualidad de que el alumno abandone los estudios, mientras que el Estado es aval del beneficiario diplomado. Ambas garantías en ningún caso significan condonar la deuda. Si la institución de educación superior o el Fisco se ven obligados a pagar el Crédito de un alumno, tendrán luego todas las atribuciones legales para exigirle a éste la devolución del dinero (http://www.unab.cl/cae/garantia.asp)”.

Es difícil imaginar un sistema de incentivos más perversos que el Crédito con Aval del Estado. A las muchas universidades privadas que se posicionaron en el segmento de “mercado” de los puntajes bajos, les conviene tener el mayor número posible de alumnos durante toda la carrera y graduarles para no deber pagar sus CAE a los bancos. Se les podría, por lo menos, haber exigido ser cosolidarias del CAE en una proporción suficiente para disuadirlas de entregar diplomas inútiles para ganarse la vida y reembolsar sus estudios. O haber definido un porcentaje de morosidad de sus graduados sobre el cual perderían la acreditación. No les hubiera gustado porque hubiesen debido frenar ellas mismas su crecimiento y sus ganancias. La pregunta del millón es por qué el Estado no las obligó.

Todo este sistema, con sus ventajas para los dueños de universidades privadas y sus inconvenientes para los estudiantes y sus familias fue publicitado en los 80 por la televisión de Pinochet bajo el argumento: “no queremos que los pobres paguen la educación de los ricos”. Es notable que este argumento se siga usando a pesar de sus elementos de lenguaje extraídos de la trasnochada lucha de clases. También llama la atención que los que lo hacen no sean precisamente unos desfavorecidos y podría, otra vez, provocar suspicacia de los mal pensados de siempre. Es una lástima que no hayan pensado nuestros brillantes reformadores que su principal justificación podía leerse al revés: “los pobres pagan demasiado impuestos y los ricos no lo suficiente”. Pero como no querían reducir los ingresos de su propia clase social, ya que su afán de justicia no daba para tanto, prefirieron construir el sistema educativo que hace crisis ahora. Aplicaron las lecciones de su maestro Milton Friedman, que dice que el mercado lo resuelve todo. Solo que cometieron el craso error de procesar la educación como un bien de consumo.

No es necesario ser economista para entender que la educación es a la vez una inversión personal y un bien público, según las definiciones que esta “ciencia” da a estos términos, incluso en Chicago. Es una inversión personal porque casi todos los que dedican tiempo, trabajo y recursos a educarse, esperan conseguir así un mejor ingreso en el futuro. Es un bien público porque el bienestar de una sociedad aumenta con su educación global, incluso para los que no la recibieron. Una prueba de ello es que la proporción de ex universitarios es menor en la cárcel que en la calle. O sea, a los que quieran luchar contra la delincuencia les conviene educar también a los hijos de vecinos, si no la policía nunca dará abasto. Y en realidad cada uno de nosotros recibe muchos otros beneficios de la educación de su entorno social: respeto, cultura, salud, productividad etc. Por lo tanto, la educación es un bien no sólo individual, sino colectivo. Pero como a ningún particular le conviene proveer los bienes públicos, como por ejemplo la vialidad o la defensa nacional, aunque todos los necesiten, sólo el Estado puede hacerlo. En el caso del proceso educativo, el tiempo y el trabajo necesarios para aprender sólo pueden provenir del alumno; queda por definir de dónde conseguir los recursos.

Ni siquiera los Chicago boys niegan que el Estado deba contribuir. Sólo que, si de ellos dependiese, tendría únicamente el derecho de pagar “vouchers” para que los padres escojan dónde mandar a sus hijos en un mercado educativo enteramente privado y “autorregulado”. Como ya existía una educación pública, no se atrevieron a destruirla de frentón, pero la pusieron a competir en tal desventaja que, treinta y cinco años después, está reducida a la condición minoritaria de “peor es nada”. Esto no significa, ni mucho menos, que la educación privada sea de buena calidad. En primer lugar, porque la entrega de los sueldos y de la formación de los profesores al mercado presionó el nivel de todos ellos hacia abajo. Como la baja valoración de la profesión desalentó a los buenos alumnos de escogerla, hasta los colegios más caros tienen resultados reguleques en las pruebas internacionales. En segundo lugar, porque la posibilidad de lucrar con plata del Estado es un incentivo perverso irresistible para muchos colegios subvencionados. La autorregulación del mercado educativo es una farsa interminable que provoca insuficiencias irreversibles en la formación de muchos jóvenes.

La educación es objeto de tantos debates y conflictos porque ella es para muchos la única esperanza de mejorar su situación económica y social o la de sus hijos. Sin embargo, la cancha es desigual. Está comprobado que los hijos de familias favorecidas cultural y económicamente alcanzan en promedio más altos niveles de educación y, por ende, mejores ingresos y estatuto. Pero en los países como Estados Unidos y Chile, donde se admite o incluso se exige que el costo de la educación sea parcial o totalmente asumido por los apoderados, la posibilidad de ascenso social se reduce a unos muy pocos casos excepcionales.

No es que los autores de la reforma educativa de la Dictadura hayan declarado que los pobres no deben subir en la escala social (aunque tal vez lo hayan pensado). Pero sí escribieron que la educación privada no podía desarrollarse sin que la educación pública fuera peor. Y la Concertación los ayudó instaurando el copago.

En muchos otros países, la educación privada no se ha desarrollado precisamente porque la calidad de la enseñanza pública y gratuita es tal que habría que ser estúpido para pagar por otra igual o peor.

En su primer artículo, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, afirma que los Hombres nacen libres e iguales en derecho y que las distinciones sociales sólo pueden estar basadas en la utilidad común. Entendiendo la utilidad social en su sentido amplio, la educación es la herramienta imprescindible para que cada uno alcance su máximo potencial recibiendo toda la enseñanza que es capaz de asimilar en un tiempo razonable. Por lo tanto, es evidente que el interés de toda la sociedad es proveer a todos sus miembros por igual la mejor educación posible. Es decir, que no sea considerada como un bien de consumo, sino como un derecho.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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