Previo a las elecciones de 1992 en Estados Unidos, el presidente George H.W. Bush era visto como ganador invencible por los analistas políticos a raíz de sus éxitos en política exterior, entre ellos, el fin de la Guerra Fría y la Guerra del Golfo Pérsico.
Su adhesión, para entonces, llegaba al 90%, un récord histórico para ese país, por lo que, en tales circunstancias, James Carville, estratega de la campaña del demócrata, Bill Clinton, le propuso enfocarse en temas vinculados con la vida cotidiana de las personas, así como en sus necesidades inmediatas, haciendo así un parangón con la mirada más universal y ajena de su contrincante.
Con el propósito de mantener la campaña centrada en este tipo de mensajes, Carville pegó en las oficinas centrales de la campaña un cartel que delineaba, en tres puntos, la estrategia comunicacional a seguir:
Cambio vs. más de lo mismo.
La economía, estúpido.
No olvidar el sistema de salud.
No obstante que el cartel era solo un recordatorio interno, la frase “La economía, estúpido” se transformó en una especie de eslogan no oficial, hecho que resultó decisivo para cambiar la correlación de fuerzas con la que finalmente Clinton derrotó a Bush, en una victoria que era impensable hasta ese momento.
En Chile, tras dos gobiernos de la Concertación, aunque mediados por la Crisis Asiática, la tercera administración consecutiva del conglomerado, que encabezaba como candidato presidencial el socialista Ricardo Lagos, la emergencia de un joven alcalde UDI que siguió los consejos de Carvile, Joaquín Lavín, estuvo a solo 30 mil votos de derrotarlo en segunda vuelta, luego de un decenio de predominancia casi absoluta a favor del oficialismo, al encarnar “Cambio vs lo mismo”, pero, especialmente, “La economía, estúpido”, un slogan que él siguió en la forma de “los problemas reales de la gente”.
El sorpresivo éxito de Lavín provocó un masivo aterrizaje de los discursos políticos de los candidatos de las diversas coaliciones, transformando la tradicional política de la “venta de sueños” e “ideas de largo aliento”, en una de carácter táctico y más pragmática, apuntada a la resolución de “los problemas reales de la gente”, estrategia que, por lo demás, resultaba consistente con un creciente proceso de desideologización a nivel global, tras la caída de los socialismos reales y del “fin de la historia” en que democracia y mercado eran -por así decirlo- las cúspides del desarrollo humano. Es decir, desde allí en adelante, se trató más bien de “ajustar” el sistema a los cambios de época y tendencias de mercado, que de transformar el modelo desde sus fundamentos.
Es probable que dicha coyuntura fuera, entre otras, la que “oficializó” los primeros debates y quiebres públicos entre “autocomplacientes” y “autoflagelantes” de la antigua Concertación -pero que se mantienen hasta ahora en la Nueva Mayoría-, al tiempo que se comenzaron a anunciar “ceremonias del adiós” que solo lograron superarse con la emergencia de otra joven política, sin mayor experiencia partidista -Michelle Bachelet- y que, tras asumir dos ministerios durante la administración Lagos, terminó por encantar a moros y cristianos y, no obstante haber tenido que pasar también por la prueba de segunda vuelta, tal como Lagos, terminó su primer período de Gobierno con casi el 80% de aprobación.
Y es que “cambio” y “economía” son dos conceptos duros, que apuntan a aspectos más bien biológicos de nuestra especie, en la medida que, dado que las necesidades son infinitas y los recursos escasos, siempre habrá más personas dispuestas a probar nuevas experiencias que mejoren (aún) más sus vidas materiales y, eventualmente, satisfagan necesidades básicas o crecientes (y/o creadas) en los mercados.
Las recientes decisiones macro del segundo Gobierno de la Presidenta Bachelet, parecen, pues, recoger nuevamente las enseñanzas de Carville, al priorizar “la economía” por sobre otros requerimientos más de elite, en la medida que los “cambios” propuestos por su programa ya están en marcha -aún en volumen e intensidad probablemente menor al que muchos hubieran querido- y lo que hay que recuperar, en lo sucesivo, es el “crecimiento” y el “empleo”, de manera de asegurar que los “cambios” ya lanzados en educación o los por venir en salud o previsión, sean posibles y sustentables en el tiempo.
En la tarea de Hacienda se ha alineado también el Banco Central, al anunciar que la tasa de interés se mantendrá sin movimientos todo este año y el próximo, evitando subir el costo de endeudarse y acelerar la inversión, producción y consumo, dando espacio para la creación de más empleo, mejorar remuneraciones y reanudar el ciclo virtuoso del crecimiento, en un mundo ralentizado por la larga crisis iniciada en 2008. La pelota queda así trasladada a las decisiones de un empresariado que se ha mantenido pesimista por más de dos años.
Es obvio, eso sí, que la estrategia de Gobierno -que ha aconsejado, incluso, postergar discusiones como la previsional, la constitucional, o la derogación de la ley reservada del cobre, para más adelante- apunta a una forma de administración que deja atrás la “retroexcavadora” y busca concluir los “ajustes” iniciados, concentrándose en “la economía, estúpido”, hecho que, probablemente, implicará repudio de quienes querían no solo reformas o ajustes, sino un rediseño global del modelo político económico e institucional actual.