“Nada ansío de nada, / mientras dura el instante de eternidad que es todo, / cuando no quiero nada”.
Oliverio Girondo, en Persuasión de los días.
El factor estético de la noche en una urbe que parece no tener habitantes, en esa década sudamericana de ciudades capitales arrasadas por los golpes castrenses y los posteriores toques de queda, edificadas en el tenor de una espera, jamás terminada ni acabada. Y el viento sopla, y un cielo translúcido de crueldad, opacan cualquier atisbo, por mínimo que sea, de claridad, de humanidad y hasta de bondad.
Así, el personaje principal (el funcionario administrativo Francisco Sanctis, de bigotito, correctamente peinado, e interpretado por el actor Diego Velázquez), recibe una visita del pasado, las señas de un fantasma de su juventud, el atisbo de un rostro de esas jornadas de frenesí, de celebraciones y de fiestas, donde los versos recién nacidos de la poesía, se confundían con los sueños de redención comunitaria y de justicia social, por un mundo mejor, al lado de una copa de vino.
La cámara encuadra una fotografía de la época, que en un maridaje creativo con la dirección de arte, ofrece un producto simbólico de rasgos externos adscritos al año de 1977 (contornos arquitectónicos de las calles, fachadas de las casas, vestimentas del elenco, colores de los fotogramas, mobiliario de las habitaciones), valiéndose de un lenguaje audiovisual de planos medios y cerrados, que recrean el estilo, la composición técnica, lumínica, y decorativa, de un largometraje propio de los filmados en ese período de la cinematografía.
El escenario es la última dictadura militar argentina (1976 – 1983) y la ambientación se encuentra prodigada por la frustración de una mesocracia en búsqueda de los ascensos laborales y de los triunfos postergados, ya sean éstos financieros, económicos, sociales, y por qué no, hasta de índole psicológica y afectiva, en secuencias que también pudieron haber sido descritas por los folios frenéticos del cinéfilo Roberto Arlt, y del “gordo” Osvaldo Soriano, pero que en esta ocasión fueron trasladadas hacia un libreto cinematográfico, desde las líneas de una novela homónima redactada por el escritor local Humberto Costantini (1924 – 1987).
Representada en un barrio obrero (que podría ser el sector bonaerense de Villa Pueyrredón), donde los fragmentos de luces se entroncan con la claridad del mediodía, la fatiga de la tarde, en una ciudad porteña delimitada por rincones, por parques, imaginada en cuanto localidad de familias de inmigrantes, que entre la ilusión de asistir a la “facultad”, a la universidad, luego concluyen sus días laborales en puestos y plazas de oficinistas y de grises empleados de una industria alimentaria, por ejemplo, que les niega la necesaria obtención profesional, y una leve y pírrica satisfacción superficial del ego y de la vanidad humanas.
Entonces, después de una negativa, de un portazo en las narices, una llamada telefónica. La aparición, de un: “espectro que fue locura en mi juventud”, según el famoso tango de Carlos Gardel, “volvió una noche”. Surge, se escucha, la voz de un amor añejo, extraviado en las profundidades de la memoria, una mujer que se acuerda de Francisco, de su poesía, de los versos publicados en una efímera revista de literatura, de hace veinte años atrás. Los versos de la rebeldía, un quiebre, un mazazo a la rutina. Esa petición por un favor sorpresivo, que revive el idealismo fenecido en la mente y en las alucinaciones de Sanctis, casado moderadamente, dos hijos, un departamento, y ese trabajo que no lo convence, empero necesario con el fin de simplemente subsistir.
La cámara registra una cinta de suspenso, graba las caminatas de ese cuarentón, que de pronto, se siente un poeta, otra vez, que respira la juventud y la emoción de una posibilidad. Y se despierta una insurrección, que tiene su manifestación audiovisual, en ese deambular del protagonista por esa ciudad sombría, por esos cuarteles de invierno, rodados sobre una atmósfera opresiva, de extrañísima, y de peculiar, de llamativa soledad en las calzadas, en los cruces, encima de las pálidas y reverberantes esquinas, que el lente recoge como un guante, debajo de la luz de una luna inexistente, escondida tras esas nubes crueles de tanto presenciar la sordina de los automóviles y la violencia impune de los agentes del régimen.
La añoranza por el idealismo muerto, se transforma en ese desacato argumental, de rebelión, de lanzarse a la nada, y desafiar a la noche, y al “destino”. Sanctis es un salvador y un redentor, ya lo afirmamos, hecho, educado por la mesocracia. Se desplaza a pie, caminando, a tranco firme, o bien arriba de un micro, de un ómnibus y el taxi se paga, se cancela con la “pasta” que se tenga, con el reloj, con una pulsera de metal, o escuetamente dando las gracias. Y el escudriñar una calle, una dirección, a dos personas que el personaje ni siquiera conoce, para avisarles de un posible e hipotético peligro, igualmente deviene en la persecución de un “algo” profundo, misterioso, oculto en el pesar y en la genuina gratuidad, por simplemente estar vivos.
Sin parangón en la cinematografía argentina relacionada con la temática (la ficción inserta en el autodenominado proceso de reorganización nacional), “La larga noche de Francisco Sanctis” (2016), exhibida en el Festival de Cannes de la temporada pasada, se erige en un ensayo audiovisual acerca de la generosidad al interior de una sociedad asustada, pasmada, lamentable y egoístamente indiferente. “Que ellos arreglen el quilombo que armaron”, dice escuetamente uno de los personajes, a modo de exculparse, de lavarse las manos ante el conflicto histórico y político que le rodea, más allá de lo imaginable.
Inauditamente, el estilo del dueto Márquez (1981) y Tuesta (1987), recuerda a la obra del estadounidense Alexander Payne, en ese detenerse en la intimidad de un momento y de un instante, arrebatado de gloria y de cotidianidad. Cuando golpear una puerta significa demasiado (vislumbren, por favor, el final de “Entre copas”, de 2004, firmada por el mencionado autor norteamericano), y quizás la obertura del sentido, de la felicidad por hacer lo que imperativamente se debía realizar, en esta madura conversión de un texto literario vertido en un artefacto fílmico, a causa del talento de este par de jóvenes directores, reciben su vernáculo concepto y autenticidad semántica.
Un segundo, un detalle, un minuto, y la realidad que trasciende en ese arcoíris de términos y de significados al modo de un palimpsesto, de un microcosmos que frente a la cámara, adquieren la vitalización de figuras que, de otra forma, no podrían siquiera tener, ni menos conquistar. Los colores, los matices que dibujan los fotogramas del presente largometraje de ficción, recurren a un estilo que mantiene la noción de una nada que vuela sobre la memoria, y que surge desde la intencionalidad por representar la visión de un poema leído al azar, el cual por arte de magia, se convierte en el engranaje capital de una acción, desplazada a través de los pasos in crescendo de un hombre, Francisco, que como titulara el peruano Bryce Echenique a una de sus mejores novelas, renace con el disfraz de un “reo de nocturnidad”.