La angustiosa preocupación de algunos candidatos presidenciales por obtener donaciones y préstamos para encarar sus gastos de campaña lo que nos demuestra es la enorme importancia que continúa teniendo el dinero en la política, al mismo tiempo que la enorme desigualdad existente entre los mismos aspirantes a La Moneda, cuanto en los miles de candidatos al Parlamento y consejos regionales.
Las normas de financiamiento electoral aprobadas con los mismos votos de algunos actuales candidatos se demuestra sorpresiva e discriminatoria para algunos, tal como ocurre con otras legislaciones dictadas a todo vapor para hacerle frente, en este caso, a los actos de corrupción que destaparan la influencia que obtenían las empresas y otras entidades donantes por haber financiado las contiendas electorales de políticos del más amplio espectro.
La decisión del Banco del Estado y otras entidades financieras de abstenerse de hacer préstamos o contribuciones a quienes postulan a cargos públicos parece del todo razonable y entraña, queremos creer, la intención de estas entidades de no verse envueltas posteriormente en acusaciones que puedan derivarse de la conducta que demuestren más adelante los gobernantes, legisladores, alcaldes y otros receptores de sus aportes.
Sin embargo, esta decisión favorece, en general, a aquellos candidatos que tienen peculio propio o cuentan con donantes solventes para enfrentar sus gastos, aunque ya sabemos que será finalmente del propio erario nacional, o del llamado “bolsillo de todos los chilenos”, donde saldrán los recursos para saldar las deudas de los postulantes, en cifras que dependen del número de votos de obtengan. Por ello es que las altas abstenciones ciudadanas pueden llegar a disminuir mucho las expectativas de los competidores políticos en esta materia.
No hay duda que el gran privilegio de que gozan los políticos no se compadece con las dificultades, cargas tributarias y falta de estímulos financieros de quienes dedican su vida a otras actividades muchas veces de auténtico servicio público que el que suelen cumplir los gobernantes y parlamentarios. Las dietas o sueldos que enseguida empezarán a recibir los que resulten electos es otro enorme incentivo que nuestro país da al ejercicio de la política, aunque ésta esta actividad esté tan menoscabada en la opinión pública. Por ello es que profesionales recién egresados de las universidades ven con tanto escozor, por ejemplo, cómo algunos ex compañeros de estudios, una vez incorporados al Parlamento, o al gobierno en asesorías o cargos de confianza, pueden llegar a triplicar o cuadruplicar sus primeros ingresos. Este fin de semana, una serie de candidatos del Frente Amplio, con un natural pudor, prometieron que abogarían por reducirse sus dietas a la mitad si resultaban elegidos. Sin embargo, ya antes hemos escuchado promesas en tal sentido que nunca después se consumaron.
En el pasado republicano chileno lo cierto es que en la política descollaban los que tenían dinero y propiedades, pero no eran pocos los casos de que muchos de éstos no cobraban por su desempeño o llegaban muchas veces a perderlo todo por el honor de conseguir un escaño parlamentario o un cargo de figuración pública. En contraste, hoy los políticos ricos ven en esta actividad la posibilidad de elevar sus recursos apelando ciertamente a la información privilegiada que manejarán en el ejercicio de estos cargos. Por otro lado, los partidos eran capaces de promover entre sus militantes a los más idóneos o sobresalientes para elevarlos a la conducción del Estado.
De allí que concurrir de observador a cualquier sesión del Senado o de la Cámara de Diputados resultaba tan satisfactorio, al comprobar aunque fuera aquella capacidad de oratoria de muchos de sus integrantes. Cuestión que hoy más bien nos expone a una experiencia bochornosa, por lo mal que se expresa la mayoría de éstos, o al exponerlos a sus volteretas ideológicas y componendas.
Tengo fresca en la memoria lo que me advirtiera un viejo político liberal respecto de la primera postulación de Sebastián Piñera. “Por ningún motivo, me aseguró, un multimillonario como él no podría cruzarse la banda presidencial. El país simplemente no lo aceptaría…” Sin duda una sentencia que ha sido muy contradicha aquí y crecientemente también en otros países, con la elección y posible reelección del mismo Piñera, como la de sujetos como Donald Trump, Mauricio Macri y otros gobernantes muy pudientes. Cuando lo que más o menos habitual era al revés: que desde los palacios presidenciales salieran políticos que fueron capaces de amasar una sólida fortuna. Aunque tal vez nunca tanta como la de Pinochet o cualquier otro dictador del mundo.
Con un dejo de nostalgia, por supuesto, tengo memoria de aquellas competencias políticas de mi juventud, donde los candidatos recaudaban recursos de los propios militantes y sus activistas eran los propios afiliados de los partidos. Muy por el contrario de lo que acontece ahora, en que hasta un alto dirigente de derecha acaba de advertir por la prensa que varios políticos de su sector “ya andan probándose los traje sastre” en la esperanza de ser designados ministros de estado el próximo año. Cómo no acordarse, también, de las contribuciones que hasta los más pobres hacían para que resultaran elegidos sus líderes, sin más esperanza que estos gobernaran no en su favor, sino en el de todos los pobres y oprimidos.
Vergüenza nos da ahora comprobar a octogenarios y casi nonagenarios que insisten en seguir aferrados a las ubres de la política después de tantos años de recibir prebendas y excelentes estipendios que en nada justifican con su errático y pobre quehacer en La Moneda, en el Parlamento o en los gobiernos comunales. Constituidos en un verdadero dique en contra de las nuevas generaciones y con la avidez de hacerse todavía más ricos en sus cargos. Mientras que en el Poder Judicial, o incluso en las altas jerarquías religiosas se han impuesto límites a la edad de sus integrantes.