Aunque se trata solo de un recurso electoral nacido del comando de Alejandro Guillier, vale la pena realmente preguntarse por qué podría ser un peligro para Chile que fuera reelegido Sebastián Piñera. También conviene reflexionar si solo él podría constituirse en un real riesgo para nuestra convivencia nacional.
Desde luego que para el prestigio de nuestra actividad política y credibilidad democrática nunca resulta muy saludable para la soberanía popular que éstas se acoten a los mismos caudillos y quienes ya han oficiado como jefes de estado vuelvan a ocupar esta alta función, cuando ya tuvieron la oportunidad de hacer lo que comprometieron frente a los ciudadanos.
Ricardo Lagos Escobar y, antes, Eduardo Frei Ruiz Tagle también buscaron ser reelegidos, aunque no pudiesen lograrlo. Sin embargo, Michelle Bachelet sí tuvo la oportunidad de volver a La Moneda, pero su segunda gestión ha resultado demasiado cuestionada, al grado que quienes la apoyaron postulan ahora separados en dos candidatos y las encuestas vaticinan que podría ser que nuestra mandataria termine cruzándole la banda presidencial a quien la antecedió en el cargo. Es decir, al propio Piñera.
En este sentido, ciertamente que es un peligro para nuestra prestigio institucional que el llamado “servicio público” siga protagonizado por actores que, por repetidos y haber frustrado tantas esperanzas, resultan ser los principales responsables de aquella mayoría de ciudadanos que prefiere abstenerse de sufragar. Es cierto que ahora compiten ocho candidatos presidenciales, pero desgraciadamente sus respectivos discursos, salvo algunas excepciones, son demasiado coincidentes, y tienen en común pertenecer todavía o haberse escindido muy recientemente del duopolio político que ha hegemonizado el gobierno y el parlamento en toda esta prolongada posdictadura.
Desgraciadamente, la efervescencia social que se ha manifestado en el país por más de una década, no ha logrado catapultar a la política a sus genuinos representantes y, con seguridad, ya perdió esta vez levantar un abanderado propio que no haya sido miembro de la llamada “clase política”. A objeto de llegar a La Moneda y al Congreso Nacional con una nueva agenda que se proponga transformaciones económicas profundas apuntadas a una justa distribución del ingreso, a garantizar los derechos fundamentales, pagando remuneraciones y pensiones dignas, además de empeñarse en recuperar para Chile sus recursos naturales estratégicos. Entre muchas otros imperativos, ciertamente, que ya se ha visto serían muy difíciles, si no imposibles, de alcanzar sin consolidar un nuevo orden institucional. Una Carta Fundamental debatida y legitimada por el pueblo, como sucede en aquellos países de verdadera vocación democrática.
De esta forma, al no expresarse con meridiana claridad todos los candidatos respecto de las reformas que se proponen llevar a cabo, ni menos definirnos cómo lo harían, cualquiera de los que aparecen con más posibilidades de ser elegidos lo que nos auguran es un estricto “más de lo mismo”. Es decir, a lo sumo reformas cosméticas que prolonguen nuestra pavorosa desigualdad y un clima cada vez más tenso y efectivamente peligroso para nuestra convivencia. Esto significa, que lo que se vive hoy en La Araucanía, por ejemplo, pueda multiplicarse por todas las regiones. Cuando ya todos sabemos que la situación de la salud, de la previsión, el crecimiento del crimen organizado y hasta la corrupción de la política, empresarial, de los militares y los policías son fenómenos indiscutibles y palpables cotidianamente. Los que nos amenazan con una grave explosión social y, por qué no, un nuevo quiebre institucional.
Si algo nos enseña la historia es que los cambios y las revoluciones las hacen los pueblos oprimidos cuando se organizan y se levantan para ejercer un camino de lucha propio. No conocemos transformaciones que nazcan de la buena voluntad de los gobernantes o de los mismos sectores que viven en la opulencia. Nuestra condición humana nos obliga a luchar por la justicia social, ojalá que codo a codo con aquellos líderes más lúcidos y que están dispuestos incluso a inmolarse por amor a sus convicciones y comprometidos con la redención de los más pobres, abusados y discriminados. Como ha ocurrido con tantos de nuestros héroes y mártires.
Desde la emancipación de nuestras naciones hasta las revoluciones modernas constituyen una suma de guerras, conflictos fratricidas que siempre traen muchas víctimas y dolor antes de salir del túnel. El propio Pinochet fue forzado a irse no por “un lápiz y un papel” como algunos hipócritas lo aseguran, sino por la protesta social, las barricadas y hasta por ese atentado frustrado que lo atemorizó en extremo, como también a los Estados Unidos por lo que podría suceder en Chile si no forzaba luego al Dictador a pactar el abandono formal del poder… Sí; el abandono formal, porque ya sabemos que siguió cogobernando en nuestro país, aunque instalado en el Ejército y en el Senado. Y ahora, hasta después de muerto, lo sigue haciendo a través de su leyes, sistema económico y las impunidades por todos conocidas.
Desde luego que el hipotético triunfo de Piñera sería un obstáculo, un peligro, para los cambios que el país quiere, aunque el futuro morador de La Moneda se imponga en las elecciones próximas solo dentro de la minoría que ejerce su derecho a voto, cuanto por los millonarios recursos de la propaganda electoral y las múltiples formas de cohecho que se mantienen estas competencias. No hay duda es que el candidato que puntea en las encuestas es “un mal conocido” a diferencia, posiblemente, de “otros por conocer”, y que podrían provocar que el país volviera a ilusionarse y decepcionarse con los que, prometiendo los cambios que después no quieren o no pueden realizar, solo logran retrasar la ineludible movilización social de todo proceso de redención popular.
No tenemos duda que un triunfo de Piñera podría agudizar las fuertes tensiones que ya se expresan en nuestra sociedad. Quizás en ello radique justamente su “peligro” o más bien la zozobra de quienes, a esta altura, solo hacen gala de una gran candidez o de una “cómplice pasividad”, en cuanto a que la justicia social y los derechos conculcados podrían lograrse con los mismos integrantes de nuestras cúpulas políticas y referentes partidistas.