La lucha colectiva contra el olvido del Estado

El pueblo de Chile ha querido más pero, institucionalmente, el ejercicio de la memoria ha sido tal cual se ha fraguado el país de la transición: privilegiando palabras como verdad y reconciliación, en vez de otras como justicia y reparación.

El pueblo de Chile ha querido más pero, institucionalmente, el ejercicio de la memoria ha sido tal cual se ha fraguado el país de la transición: privilegiando palabras como verdad y reconciliación, en vez de otras como justicia y reparación.

A estas alturas, la polémica respecto del Museo de la Memoria excede largamente al ministro de la Cultura y de las Artes. En el caso de Mauricio Rojas, más allá del natural intento del Gobierno por sostenerlo en su cargo, se ha evidenciado tan profundo y tan extenso el agravio que sus palabras supusieron para el mundo de la cultura, que resulta inconducente esperar que en algún momento su posibilidad de ejercer el ministerio retorne a un punto de normalidad. Incluso bajo la óptica del pragmatismo en La Moneda, su suerte parece estar echada.

El ministro pasará, parece que más temprano que tarde, pero lo que prevalecerá es la reflexión sobre cómo opera la memoria en nuestra sociedad y cuáles son los hitos o dispositivos a través de los cuales puede desplegarse. Yendo a lo más básico incluso, hay quien podría preguntarse ¿para qué sirve la memoria?

Lo primero es recordar que la memoria es llevada a cabo por los integrantes de la sociedad chilena de hoy. Algunos vivieron los dramáticos hechos ocurridos en Chile luego del golpe militar, otros nacieron después, pero se han nutrido a través de este ejercicio colectivo. Es construida desde el pasado, pero en función del presente. El pueblo de Chile ha querido más pero, institucionalmente, el ejercicio de la memoria ha sido tal cual se ha fraguado el país de la transición: privilegiando palabras como verdad y reconciliación, en vez de otras como justicia y reparación.

No ha sido, evidentemente, un asunto cómodo para las autoridades de los últimos 28 años. Casi todas, sino todas las iniciativas de memoria que se han llevado a cabo en Chile han sido gracias a la organización y el empuje de las víctimas y sus familiares, impidiendo que se vendieran o demolieran casas de tortura, pujando por instalar placas, llevando a cabo actividades en donde nunca al principio, y solo a veces después, hubo ayuda del Estado.

Es completamente falso, por lo tanto, que haya habido una voluntad estatal activa, una política de la memoria cuyo propósito sea dividir a la sociedad chilena. Para que se entienda mejor el punto, basta asomarse al otro lado de la cordillera, donde las demandas históricas de los movimientos de derechos humanos, justicia y memoria de Argentina han sido prioridad en las políticas de los gobiernos, especialmente desde la década pasada en adelante.

En ese contexto, y más allá de las muchas e imprescindibles iniciativas llevadas a cabo por víctimas, familiares y organizaciones, el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos ha sido el único espacio relevante, financiado con fondos públicos, por lo tanto, para cumplir una función pública, que ha logrado erigirse en el Chile posterior a la transición. Es el único gran reducto en medio del conveniente olvido. Por eso son adicionalmente graves las palabras del ministro de Cultura que, entre paréntesis, las dijo en un libro, no fueron al pasar en una entrevista. Si no hubiera Museo de la Memoria, nada significativo en la capital del país nos recordaría las aberraciones que ocurrieron en Chile. Exigir que haya alusiones al contexto agrava la falta: sería buscar explicaciones para que autoridades del Estado puedan matar, torturar, exiliar, censurar, mentir y hasta robar, porque no gustan las ideas políticas de un sector de la sociedad.

Reconforta que, tal como en el caso de la excarcelación de criminales de lesa humanidad decidida por la Corte Suprema, se haya producido una reacción colectiva de repudio y movilización. La ciudadanía parece poner límites a la amnesia de los funcionarios del Estado. Y dar la razón al viejo Mario Benedetti cuando decía que “el olvido es un gran simulacro…nadie sabe ni puede/ aunque quiera/ olvidar”.

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