No hay novedad en el resultado de la última encuesta Casen, tampoco en la indignación que provoca vivir en un país injusto: en Chile, es cierto, disminuye la pobreza, pero crece la desigualdad: el 10 por ciento más rico tiene 39 veces más ingresos que el 10 por ciento más pobre, peor que en 2015, donde era 33,9 veces. Entremedio hubo reforma tributaria, otras reformas denominadas estructurales y un discurso fuertemente orientado hacia la igualdad, pero nada de esto modificó la tendencia. Enfrentados a las conclusiones, y en una reacción que parece ya un acto reflejo, el Gobierno culpó a la administración anterior y especialmente al deterioro del mercado laboral durante el periodo, pero la experiencia mundial demuestra una y otra vez que hacer descansar la reducción de la desigualdad en la macroeconomía, es decir en el chorreo, no termina por resolver el problema.
Chile debería escribirse en plural: son en realidad varios países en vez de uno. Pensado en singular, exhibe una situación de ingresos medio altos, bajos índices de pobreza y el primer lugar regional en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que realiza el PNUD.
Al revés, pensado en plural, Chile es un país muy desigual. Y es muy importante precisar qué entendemos al usar esta palabra. La desigualdad de ingresos es una fotografía precisa, a lo cual se agrega que existen instrumentos de medición validados internacionalmente y útiles para comparaciones, como el coeficiente de Gini, donde nuestro país tiene un pésimo desempeño. Los efectos de las políticas de Estado (tributarias y de seguridad social) han sido insuficientes si se les compara con sus propias posibilidades y con el efecto que tienen en los países llamados desarrollados. De hecho, Chile sigue siendo el país de la OCDE con mayor desigualdad de ingreso.
Sin embargo, esta fotografía donde salimos tan mal no muestra lo que está fuera o lo que está detrás, o debajo. Podemos fotografiar una zanahoria plantada y ver todo de ella, menos la zanahoria. Es lo que ocurre con la naturaleza de la desigualdad en Chile y que era explicada de la siguiente manera por Leonardo Moreno, director ejecutivo de la Fundación para la Superación de la Pobreza: “si hoy un pobre se saca el Loto y a mí se me quema la casa con todos mis bienes dentro, es altamente probable que el cabo de un tiempo el pobre vuelva a serlo y yo vuelva a mi situación actual”. Hay fuerzas en la sociedad chilena que atraen a las personas a su lugar inicial, perpetuándolo.
La desigualdad no radica entonces solo en la desigualdad de ingresos, sino en una definición más plural y brutal de desigualdades sociales que que implican ventajas para unos y desventajas para otros, que actúan como un destino que no se puede cambiar sobre la vida de las personas y que, como dice un estudio del PNUD “son injustas en sus orígenes o moralmente ofensivas en sus consecuencias, o ambas”. Es a lo que se referían Los Prisioneros cuando preguntaban qué pasaba “si tu apellido no es González ni Tapia”.
Es por eso que para abordar la desigualdad socioeconómica se propone considerar tres variables en vez de una: los ingresos, la educación y la ocupación. En el segundo caso, y por culpa del sistema educativo chileno, los resultados académicos no se deben tanto al individuo como a su procedencia.
Según la OCDE, para combatir la desigualdad y promover oportunidades para todos, los países deben tomarse la tarea en serio, en su carácter estructural, y adoptar un paquete global de políticas, en torno a cuatro áreas principales: promover una mayor participación de las mujeres en el mercado de trabajo, fomentar las oportunidades de empleo y empleos de buena calidad; mejorar la calidad de la educación y el desarrollo de competencias durante la vida laboral; y mejorar la redistribución a través de un mejor diseño de los sistemas fiscales y de prestaciones sociales.
¿Es suficiente o siquiera consistente lo realizado por los gobiernos de los últimos 28 años al respecto?
A propósito de la nueva reforma tributaria anunciada por el presidente Sebastián Piñera En Chile, y según un reporte OCDE de 2017, los impuestos suelen ser más significativos para los más pobres, reduciendo sus ingresos disponibles y sus posibilidades de movilidad social, lo cual demuestra que la herramienta fiscal no está siendo usada adecuadamente para estos propósitos, como ocurre en todos los países del mundo donde la desigualdad es menor. El presidente Piñera debería responder, de manera prioritaria, respecto a cómo SU reforma contribuirá a resolver este problema, en especial porque ya hay analistas que plantean que el modo en que se plantea una mayor integración del sistema terminará favoreciendo a las grandes fortunas.
La OCDE también dice sobre Chile, y recordemos que no es un organismo subversivo sino que de promoción del desarrollo económico, que “el país también tiene que lidiar con la corrupción y un pequeño número de poderosos oligarcas”. Se trata de un grupo que incide en las políticas públicas más allá del contrato democrático, por distintas vías.
La desigualdad económica es, en última instancia, un síntoma de la brutal concentración del poder en Chile. Tratando de decirlo mejor: si hablamos de varios Chiles en vez de uno, si hablamos de un pequeño mundo ultra privilegiado y de otro donde las personas no tienen derecho a la salud, a la educación y a otros derechos económicos y sociales ¿podemos hablar realmente de un país, de una nación, de un sistema democrático?