Sería un poco abusivo explicarse la aparición de una serie de señales extremistas de derecha como una consecuencia de Jair Bolsonaro, puesto que el dirigente todavía no asume siquiera la presidencia de Brasil y porque, si bien hemos sostenido que los fenómenos en América Latina interrelacionan a nuestros países y nos inciden, esto por lo general ocurre gradualmente y no súbitamente como en este caso. Quizás la explicación es más simple: el Pinochetismo vive, siempre estuvo ahí y solo estaba esperando la excusa para emerger.
Como hemos dicho en otros comentarios, a pesar de las buenas intenciones de la frase, en realidad no existía el Nunca Más. La Historia es cíclica y hay fenómenos que pueden volver a repetirse, si no se enfrentan a tiempo.
Es obvio que la autodenominación de pinochetista de la diputada Camila Flores, que le significó una ovación de un grupo de conspicuos militantes de Renovación Nacional, no solo significa adherir a lo que ocurrió en el país entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990, sino que es una toma de posturas sobre el Chile del año 2018. Entonces ¿qué es ser pinochetista hoy? En su momento, es decir, cuando Pinochet habitaba La Moneda, se entendió como una corriente basada en los principios políticos del anticomunismo, el autoritarismo, el militarismo, el conservadurismo, el patriotismo, el nacionalismo y el neoliberalismo (esto, sin perjuicio de que siga siendo difícil ser nacionalista y neoliberal al mismo tiempo).
Tratando de traducirlo al Chile de hoy, se trataría de una postura que descree de la diversidad y que ve al país como una sola unidad territorial y cultural, por lo que no habría lugar para los pueblos originarios y sus reivindicaciones; concibe una sola manera de formar familia, lo cual implica de paso subordinar el rol de la mujer, y una sola forma de vivir la sexualidad, con lo cual todo lo que no corresponda al canon heterosexual sería anormal y despreciable; ve a los extranjeros como una amenaza, como los militares ven en la frontera al invasor, y como una supuesta ofensa a nuestra identidad que ellos falazmente consideran homogénea. Para protegerse de todos estos peligros, resulta necesario controlar la democracia y protegerla de esas mayorías que tienen ideas extrañas y peligrosas para el país.
Estas manifestaciones, ya lo sabemos, se han venido expresando en los últimos años en distintas coyunturas, aunque no necesariamente se agrupen bajo el paraguas pinochetista. Esto podría ser preocupante, pero más debería atarearnos constatar algo muy obvio que hemos dejado de ver: el Pinochetismo es en realidad el corazón del orden institucional actual y por eso la Transición ha sido, entre muchas cosas, la madre de graves confusiones. Los pesares y reveses que han tenido las organizaciones indígenas, feministas, de la diversidad sexual y de migrantes, pero también las demandas de los trabajadores, la consigna del No+AFP, la concepción de la educación y de la salud como derechos garantizados a todo evento, entre otras causas, han debido chocar una y otra vez contra la lógica de la Constitución de 1980, que procura precisamente proteger un modelo de país pinochetista: estandarizado, homogéneo, sin participación. Llevado este argumento hasta cierto punto, durante estos 28 años hubo dignatarios que en el ejercicio concreto de su autoridad fueron pinochetistas, aunque en su alma y su biografía sintiesen un profundo desprecio por Pinochet.
Si es que a la luz de las declaraciones de la diputada Camila Flores el supuesto resurgimiento del Pinochetismo ha producido escándalo, quizás lo correspondiente no sería concentrar las críticas en la diputada, quien incluso puede ser vista como una mera mensajera, sino darse a la tarea de modificar un orden social y constitucional que, aunque con cambios, sigue siendo en aspectos significativos a imagen y semejanza de lo que el Dictador soñó.