Vamos al grano. Cuán absurdo y contrario a la razón puede resultar escandalizarse de los actos vandálicos de los últimos días, sin detenerse a considerar que sus protagonistas son aquellos mismos sujetos de la exclusión que por años han vivido en los extramuros de la ciudad segregada del país que ha impostado tener el más alto desarrollo económico en la región, la estabilidad institucional más consolidada y ejemplar del continente, el metro más moderno de América Latina y varias otras ilusiones semejantes, solo soportadas por una gramática política hipócrita que hoy se ve desmentida por la fuerza de la historia efectiva, la que por estos días evidencia su rostro más brutal y descarnado, ese oscuro trasfondo de crueldad del alma humana que nos avergüenza e intimida y que solo puede ser aplacado en el tiempo con verdadera justicia social.
Calificar de criminales y a la vez reprimir con brutalidad a quienes han vivido durante décadas en el abandono social inmisericorde, condenados a una lastimosa vida desnuda, imposibilitados de solventar el cada vez más creciente costo de los servicios básicos, asfixiados por una educación clasista que frustra sus expectativas de superación social, con muy precarias condiciones de referencia cultural para sus vidas envenenadas por la basura televisiva, simplemente liberados a su capacidad de sobrevivir con desesperación al oportunismo de la delincuencia y la drogadicción, a la reproducción interminable de la dictadura de la pobreza y el endeudamiento infinito, no es sino una muestra inconmensurable de la vileza a la que pueden llegar quienes detentan el poder atendiendo a sus propios privilegios, demostrándose con ello que hoy se enfrentan al fondo estañado de un espejo cuya superficie reflectora ha desaparecido y en lugar de entregarles de vuelta la edulcorada imagen de sociedad que han querido ver, sin embargo les devuelve un espacio negro, carente de todo sentido y que solo los puede aterrorizar.
Cómo entender entonces esas invocaciones retóricas, grandilocuentes y vacías de las autoridades a la conciencia ciudadana y a la defensa de los valores institucionales de la nación o el orden constitucional democrático, cuando se quiere interpelar con ello a los mismos miserables que han llegado al límite del fastidio existencial y, ciegos ante el futuro que no avizoran por ningún parte, en su eruptiva y distorsionada exasperación, solo ven la oportunidad para resarcirse de algún modo del abuso del que sienten que han venido siendo víctimas por tantos años. Es el bajo pueblo, siempre protagonista de la historia, sea en la figura de los cadáveres anónimos en la fosa clandestina, sea en la del rebaño engañado del discurso político que les ofrece redención para todos sus males. Ese es el monstruo que hicimos crecer los chilenos ante nuestra mirada indiferente y perversamente complaciente con el desviado proceso político y social de nuestro país. Es la constatación más indesmentible del estrecho y ridículo sesgo comprensivo que en este momento nos fataliza y nos hace demonizar a esas bestias sacrificiales del neoliberalismo que entre todos engendramos y a las que ahora no nos queremos parecer.