Con fuerza se ha escuchado en Chile y en el mundo la consigna “Chile despertó”. Y junto con ese despertar cientos de analistas intentan entender cómo un país que hasta hace unas semanas era reconocido como una especie de modelo dentro de Latinoamérica, se tomó las calles mostrando su profundo malestar y reclamando mayor equidad.
Si bien es cierto que bajo las políticas neoliberales impulsadas en dictadura y mantenidas en su mayoría durante los 30 años de democracia se ha reducido la pobreza por ingresos, también es cierto que ese mismo modelo ha generado que en Chile la riqueza esté muy mal distribuida y altamente concentrada. En una década el país logró reducir sustancialmente la pobreza por ingresos, si en 2006 el 29,1% de quienes vivían en el país estaban en situación de pobreza, esta cifra bajó a 8,6% en 2017, según la Encuesta de Caracterización Socioeconómica (Casen). Sin embargo, la desigualdad no ha seguido el mismo curso, si en 2006 la diferencia de ingresos del trabajo entre el 10% más rico y el 10% más pobre era de 30,8 veces, en 2017 el 10% más rico ganaba 39,1 veces más que el decil más pobre, según la Encuesta Casen. Aún más, si se mira la pobreza multidimensional que es aquélla que considera el acceso a la salud, educación, trabajo y seguridad social, la vivienda y entorno, y las redes y cohesión social, en Chile el 20% de sus habitantes es pobre.
Esta es la gran injusticia que despertó a la sociedad. Chile es un país que ha crecido económicamente, pero ese crecimiento se ha concentrado en las manos de unos pocos. Solo el 1% de la población en Chile acumula el 26,5% de la riqueza generada en todo el país, mientras que, en contraste, el 50% de los hogares de menores ingresos concentra solo el 2,1% de la riqueza neta del país. En cuanto a salarios, el 75% de los trabajadores del país percibe ingresos por trabajo inferiores a los 500 mil pesos mensuales.
Además de las brechas en la distribución de la riqueza, este crecimiento desigual no ha ido aparejado con el desarrollo de un estado de bienestar que esté a la altura de las necesidades. El país tiene un estado de bienestar extremadamente reducido y una mercantilización de los servicios básicos extremadamente elevada que ha llevado a la mayoría de los chilenos, no solo a la clase media, a gastar altas sumas de dinero y endeudarse para acceder a la salud, educación y a la seguridad social.
Las consecuencias de tener un precario estado de bienestar y un modelo económico que ha promovido la privatización de la seguridad social se ven reflejadas en diversos aspectos de la sociedad.
En educación, Chile es el segundo país de las OCDE con la mayor privatización de su sistema educacional. En 2016 el 37% del gasto en instituciones de educación provino de fuentes privadas, cifra que representa más del doble del promedio de los países de la OCDE (16%). La misma OCDE también destaca que en educación superior Chile tiene las universidades con los segundos aranceles más altos después de Estados Unidos. Además, Chile es el único país donde el arancel de las instituciones públicas es más alto que el de las instituciones privadas. Junto con lo anterior, tenemos el triste récord de ser uno de los países con la educación escolar más segregada socioeconómicamente, lo cual genera una fuerte inequidad educativa. Este mismo organismo destaca de Chile que “La productividad y la desigualdad se ven afectadas por el sistema educativo, cuyos resultados son débiles y desiguales, y reflejan en gran medida los antecedentes socioeconómicos de los alumnos”.
En cuanto a las pensiones, la sociedad chilena ya se dio cuenta a través de la experiencia propia de la precariedad del monto de las pensiones obtenido a través del sistema de capitalización individual. Según investigadores de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) la mediana de las tasas de reemplazo en nuestro país es del 34%, lo que en la práctica se traduce en que la mitad de los jubilados recibe pensiones inferiores a un tercio del promedio de sus diez últimos salarios. Esta cifra sube a 45% si se incluye en el cálculo el Aporte Previsional Solidario instaurado en el primer gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet, pero aún así posiciona a Chile muy por debajo del promedio de tasa de reemplazo de los países de la OCDE (58%) y de los países de la Unión Europea (60%).
En relación con la salud, si bien se destaca en las mediciones internacionales la calidad de esta, es un hecho que los chilenos pagamos mucho por ella, acceder de forma oportuna a la salud resulta ser un privilegio y no un derecho social universal como debiese ser. Según la OCDE Chile es el tercer país –entre sus 36 miembros- en el que los ciudadanos gastan más de su bolsillo para acceder a la salud. Mientras el “gasto de bolsillo” promedio entre los países OCDE es de 20,6%, en Chile esta cifra llega al 35,1%.
Estos son solo algunos de los múltiples déficits del estado de bienestar en Chile, déficits estructurales que vulneran a la gran mayoría en distinta medida, y que hemos arrastrado por décadas. Esta desigualdad desde hace algunas semanas le está quitando el sueño a una sociedad que despertó para reclamar con fuerza por sus derechos.
La autora es Periodista de la Universidad de Concepción y diplomada en Marketing Social y Responsabilidad Social Empresarial de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente curso el máster en Políticas Públicas y Sociales de la Universidad Pompeu Fabra en Barcelona.