Aunque para algunos mayores la acción descomedida de las fuerzas policiales no es nueva, para un sector importante de la sociedad impera el asombro ante la brutalidad generalizada con que los uniformados han embestido contra jóvenes que, casi en su totalidad, se han manifestado festiva y pacíficamente contra el Gobierno y contra el modelo sostenido sobre la Constitución de 1980.
Anoche vimos el video donde un auto policial arrolló -pareciera que intencionalmente- a toda velocidad a un joven que cruzaba frente a la Torre 15 de la Universidad de Chile. Además del eventual cuasidelito de homicidio, acto seguido no se detuvo, lo cual es constitutivo de otra sanción penal según la ley Emilia. Más temprano, vimos otro video donde una decena de policías detuvo y apaleó a un ciclista que pasaba por el Parque Bustamante y que no tenía nada que ver con las protestas. Un rato antes, otro video donde un carabinero dispara en el centro de Viña del Mar a menos de un metro a la pierna de un joven que no estaba cometiendo ningún delito, salvo el de manifestarse democráticamente en la vereda. Ayer, otro video donde un policía deja caer una bomba lacrimógena en la calle Lastarria, sin mediar justificación alguna, ahogando a quienes a esa hora estaban en la calle, en el cine El Biógrafo y en los cafés, bares y restaurantes del local. Podríamos seguir y hablar todo el día, no solo de registros audiovisuales sino de situaciones que hemos visto con nuestros propios ojos, sobre la manga ancha con que se ha desatado la represión en las calles de Chile.
Además de la determinación movilizadora del pueblo, ésta es la constante que más se ha mantenido en estas tres semanas de rebelión. Ha habido militares en las calles, discursos del miedo, toque de queda, declaraciones de guerra, cambios comunicacionales para tratar de transmitir normalidad, agenda social, cambio de gabinete, caras más amables, pero entremedio de todas estas etapas de la reacción del poder ante el descontento ciudadano hay una variable que se mantiene incólume: la represión generalizada que en muchos casos se ha traducido en graves violaciones a los derechos humanos. Caso ejemplar es el “oftalmicidio”: según el presidente de la Sociedad de Oftalmología de Chile, en 27 años de conflictos en todo el mundo, 300 personas tuvieron lesiones oculares por armamento no letal. En Chile, en dos semanas hay más de 160. Muchas canciones y poemas nos transmiten de cómo es posible enamorarse de unos ojos, pero no habíamos asistido al sentimiento del odio asesino contra los ojos de las personas.
Lamentablemente, no solo de represión directa está hecho el actual estado de cosas. Además hay denuncias consistentes sobre seguimiento a dirigentes sociales en actividades públicas y privadas, práctica que también habría ocurrido con autoridades universitarias. Incluso los medios de comunicación que han tratado de tener un punto de vista fundamentado sobre lo que está ocurriendo en Chile empezamos a vivenciar escaramuzas amenazadoras o acciones burdas de desprestigio, tal como una cadena de whatsapp que circuló profusamente ayer con una falsa entrevista en nuestro medio a Vasili Carrillo, tan desafortunada que hubiera sido inverosímil para cualquiera que conoce nuestro trabajo periodístico.
Los tiempos son desalentadores porque quienes son perseguidos no son santos, no tienen necesariamente la razón, pero son gente pacífica cuya única falta ha sido luchar para que nuestro país sea más justo.
Ante el nulo interés por dar respuestas políticas al descontento ciudadano, asistimos en subsidio a la transición hacia un estado policial. Una situación que jamás será aceptada por las grandes mayorías que abrazan la causa de la paz.