El derecho a la comunicación como bandera constituyente

  • 29-01-2020

Uno de los gestos más lúcidos y novedosos de este estallido social es haber identificado a los grandes medios de comunicación, en especial a los canales de TV, como parte del problema que impedía avanzar hacia un Chile más justo. Se trata éste de un dispositivo poderoso y central en la tarea de imponer un determinado orden, pues no violenta a nadie en términos literales, sino que simplemente ayuda a convertir el sentido común de una élite en el sentido común de un pueblo. Su eficacia radica en la capacidad de pasar desapercibido, por lo que este señalamiento social ha roto el hechizo.

Antes del 18 de octubre, hubiera resultado inimaginable que las paredes se llenaran de rayados contra conductores de televisión y canales, poniéndolos como símbolos del Chile que había que dejar atrás. En paralelo, muchos despachos en vivo han sido interrumpidos o funados ante la convicción ciudadana de que lo que se estaba transmitiendo al país no correspondía a la verdad.

Así, súbitamente, el país ha evidenciado que la situación de los medios es un problema político. La reacción reconforta, puesto que ocurre después que durante décadas expertos, organizaciones gremiales y los mal llamados medios alternativos señalaran a la concentración mediática como una de las principales amenazas para la democracia, obteniendo como respuesta el desdén transversal de las fuerzas políticas. Es en este contexto que el Colegio de Periodistas, al cabo del XVII congreso realizado durante este mes de enero, ha acordado por unanimidad que “la nueva Carta Magna deberá ilustrar una perspectiva garantista que resguarde los derechos humanos y conceptualice el Derecho a la Comunicación como imperativo ético de toda democracia”. También manifestaron su crítica de la cobertura mediática del estallido social al interpelar “a los medios de comunicación a proveer a la sociedad chilena de los espacios necesarios para el debate de este nuevo proceso constituyente en el que todos los sectores sociales deben estar presentes. Los medios de comunicación deben generar información plural, veraz y oportuna, sin criminalizar el movimiento social, para garantizar a la ciudadanía el acceso a información relevante”.

Es, por lo tanto, una tarea pública que no puede ser entregada radicalmente al mercado, como ha ocurrido en el caso chileno, debido a que, como decía Alain Touraine, “los medios de comunicación son la plaza pública de nuestros tiempos”. O, en palabras de Manuel Castells, que los medios ya no son el cuarto poder, sino “el” poder, por cuanto ahí se genera la gran disputa por visibilidad que re-baraja las disputas y las hegemonías.

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Entonces, el trasfondo de esta discusión -como señala el Colegio de Periodistas- pasa por situar a la comunicación en el ámbito de los derechos. En el contexto de realidad latinoamericana sobre los medios, se pondrían en pugna dos de ellos. De lo que se trata es de decidir si debe primar la libertad de impulsar proyectos de prensa (y empresariales)  de los propietarios de los medios, o más bien se debe cautelar el derecho a la información plural por parte de los ciudadanos. Como hemos visto en nuestra región, la desregulación del primero lleva, necesariamente, a la conculcación del segundo.

Esta discusión es exactamente igual a la que, en el caso de la educación chilena, ha puesto en tensión la libertad de enseñanza (de los sostenedores) y el derecho a la educación de los estudiantes y sus familias. Es, por lo tanto e inevitablemente, una discusión ideológica.

Por supuesto esta confrontación no es sencilla y ha producido un interesante debate académico, ciudadano y político en la región sobre cómo conciliar ambas dimensiones: por un lado, una conformación mediática libre, independiente y pluralista que, según la UNESCO, es imprescindible para fomentar la democracia y, por el otro, los niveles inusitados de concentración de la propiedad de medios y el uso abusivo del término “libertad de expresión”, que es de los ciudadanos, en defensa del interés empresarial por impedir que esta situación se regule.

El debate, a la luz de la experiencia sudamericana, arrastra al plano constitucional justo cuando iniciamos un proceso de impugnación y revisión de la Carta Fundamental. Los gobiernos de los países que han impulsado reformas en esa dirección han sostenido que no hay democracia posible sin pluralismo mediático. Es decir, que el espacio de amplificación de las voces sociales no debe quedar al arbitrio del mercado, sino que debe ser equilibradamente distribuido en la sociedad. De esta consideración es que ha surgido la idea de repartir la circulación en tres tercios: uno para los medios comerciales, otro para el Estado y el último para las organizaciones de la Sociedad Civil. Así, por ejemplo, es la Ley de Radios aprobada hace tres años en Uruguay.

Este proceso tiene sus contradicciones y algunas instituciones, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, han alertado que puede llevar a un nuevo proceso de concentración, esta vez de carácter estatal. Evidentemente en Chile estamos a años luz de un riesgo de este tipo.

Este debate cardinal para la profundización de la democracia debe, definitivamente, abrirse en Chile. Aunque deba cautelarse que el Estado no atente contra las libertades ciudadanas, su rol debe ser no dejar a la comunicación masiva en el ámbito del mercado, tal como no debe hacerlo con la educación ni la salud. No hay ninguna razón para promover el fin del Binominal político y, al mismo tiempo, cruzar los brazos ante el Binominal en la prensa escrita, la concentración de la propiedad radial y la entrega total a las lógicas del mercado de la televisión, incluyendo a TVN. Esa hegemonía ha sido clave para mantener el statu quo, porque en estos casos funciona lo que alguna vez dijo Goebbels: no se comunica para decir algo, sino para producir un efecto.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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