El espacio en el que normalmente nos desplazábamos se ha reducido. Este es un hecho para todas las personas, independientemente de cuáles sean sus permisos de circulación durante esta crisis sanitaria. Quienes se hallan en aislamiento social obligatorio dentro de sus casas lo experimentan quizás de modo más drástico, porque el confinamiento es explícito y, quienes deben seguir prestando servicios a través de su trabajo, tienen un recorrido limitado a la función que deben cumplir. Probablemente este hecho sea uno de los más comunes y dramáticos en relación a cómo nos afecta esta pandemia, personal y socialmente, hayamos contraído o no la infección.
“Quédate en casa” ha sido el mensaje y no sin complejidades. La más obvia de todas es que no es un imperativo posible de cumplir universalmente. Trabajadores de la salud, de servicios esenciales y de otras actividades con permiso de circulación deben arriesgarse a diario en pos del sostenimiento de quienes están en sus casas. Sin embargo, para quienes deben quedarse dentro del hogar la situación no se presenta homogénea. No obstante estos hechos insoslayables, también existen otros fenómenos que se manifiestan en relación con nuestra vivencia del tiempo y el espacio y que son interesantes para detenerse y observar. En este sentido, uno de los tópicos que más aparece es el estado de ánimo melancólico.
Y, entonces, podemos pensar qué es lo que sucedió con la melancolía desde el mundo antiguo hasta los tatuajes de “soltar lo malo y ser positivo” en Instagram. Giorgio Agamben en “Los fantasmas del Eros” nos cuenta que en la Edad Media la melancolía era asociada con la acidia, un mal interpretado por los padres de la Iglesia como un pecado, como el más letal de los vicios que no tiene perdón posible. La acidia, pecado capital conocido como la pereza era conocido como un demonio meridiano que asaltaba a los monjes especialmente en las horas del atardecer, en los posibles momentos de ocio, para volverlos tristes y desganados, entre otros atributos poco deseables para la vida monástica activa y para la meditación divina. La acidia era, esencialmente, una fuga del camino de Dios, del amor divino, que podía sumir al monje en la indiferencia apática más profunda y hasta llevarlo hasta el suicidio. Por otra parte, Agamben insiste en la necesidad de relacionar la melancolía con el deseo erótico: de acuerdo con el filósofo italiano, la misma tradición que asocia al temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte le atribuye una exasperante inclinación al eros. Agamben termina señalando otra perspectiva, citando al filósofo Ficino, quien sostenía que el amor era una pasión cercana al morbo melancólico cuyo desorden acontece a aquellos que, abusando del amor, pretenden poseer lo que sólo debiera ser objeto de contemplación. Aquí podríamos encontrar el hilo que nos permite llegar a la configuración de la idea del melancólico en el Siglo XX.
En la literatura, un personaje obligado es el desdichado Hamlet de la obra de Shakespeare, vestido de negro, ropas que funcionan como atavío del dolor por el duelo ante la muerte de su padre. El Príncipe reflexiona en un pasaje muy conocido “Existir o no existir, ésta es la cuestión, cuál es la más digna acción del ánimo. ¿Sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de calamidades y darle fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. No más y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza. Este es un término que debiéramos solicitar con ansia.”
Por último, tenemos el poema 28 de Trilce, el bellísimo e infinito poemario del peruano César Vallejo, en él podemos ver un sujeto poético que da cuenta de la ruptura de su hogar y la pérdida de la madre, experiencias que muestran la desarticulación del poema. Dice Vallejo “A la mesa de un buen amigo he almorzado con su padre recién llegado del mundo. Y me han dolido los cuchillos de esta mesa en todo el paladar. El yantar de estas mesas así, en que se prueba amor ajeno en vez del propio amor, torna tierra el brocado que no brinda la MADRE, hace golpe la dura deglución; el dulce, hiel; aceite funéreo, el café.”
La melancolía incurre en dos pecados imperdonables para el orden actual: el silencio y la morosidad. Se trata de un temple, entonces, difícilmente reapropiable en términos de productividad. Los verbos imperantes la asedian y la hieren: soltar, vivir, disfrutar, aprovechar, gozar. Recuperar hoy en día la figura política del melancólico como un topos cultural podría ayudarnos a pensar respuestas a las preguntas que nos planteamos durante la pandemia, para develar los mecanismos de la anestesia emotiva que han puesto en tensión el mandato de la inmediatez productiva. En tiempos de exposición de dolencias en redes sociales, debemos cuidar de no hacer de esto un apoderamiento de la figura melancólica con el fin de obtener una definición identitaria. Esta tarea es imposible, puesto que si pensamos en serio la melancolía, su temporalidad extraña y su impotencia ambivalente seremos arrastrados más allá de nuestra intención y voluntad para recordarnos, como la peste, que en cualquier momento, se termina el baile.