“El Presidente de la Federación de N.A., Mr. Monroe, ha dicho: “se reconoce que la América es para estos”. ¡Cuidado con salir de una dominación para caer en otra!”, escribía Diego Portales a su socio José Manuel Cea, en marzo de 1822. La carta, representativa de la prospectiva portaliana respecto a la necesidad de un gobierno fuerte y autoritario dentro de una República centralizada, expuso una fuerte idea nacional que desconfiaba tempranamente del “dulce envenenado” de un reconocimiento tardío a las revoluciones independentistas. Así interpretó toda declaración norteamericana de corte anticolonialista, como un intento de sentar su hegemonía frente a rivales europeos.
Han pasado casi doscientos años y América Latina nuevamente vuelve a ser escenario de competencia geoeconómica de las grandes potencias. Mientras en el temprano siglo XIX la Corona española dejaba de liderar a sus reinos americanos o “Indias Occidentales”, provocando la pugna entre las influencias inglesa, francesa y la estrella en ascenso -los Estados Unidos de América-, hoy la tesitura tiene como marco de referencia a la denominada “Guerra Comercial” entre Washington y Beijing. Una vez más, los estados latinoamericanos quedan sujetos a la presión de ambos colosos como mostraron episodios a propósito de la tecnología de Huawei.
Desde luego que la definición de la Política Exterior norteamericana en la próxima elección presidencial es mucho más amplia que la que refiere a la parte del mundo entre el Río Grande y la Tierra del Fuego: es atingente al conjunto de relaciones mundiales de la superpotencia global. Difícil cuadro, la dinámica autorreferencial norteamericana actual ha horadado su legitimidad internacional, terminando por distanciarlo de otras alianzas históricas. Las amenazas pasaron a ser una práctica común, y aunque no siempre fueron ejecutadas –como respecto de dejar de contribuirá al presupuesto de la Organización del Tratado del Atlántico Norte- deterioraron la gravitación de la Casa Blanca en el mundo.
Las opciones nacionalistas y proteccionistas se enfrentaron a la concepción multilateral afectando sus concreciones regionales, como la hemisférica americana. Y aunque los Tratados de Libre Comercio no fueron cancelados, se les reformuló para reforzar su componente securitario. En el caso del TLCAN pasó a ser el verdadero Muro de Estados Unidos frente a ingresos no deseados. Quedó claro que de América Latina importa el área estratégica principal en torno al territorio norteamericano: México, Centro América y el Caribe. Por lo tanto, cualquier sintonía fina ideológica de Trump con otros jefes de Estado, como Jair Bolsonaro o Iván Duque, queda relegada a un segundo plano.
En estos cuatro años es difícil distinguir una doctrina exterior coherente sobresaliendo antes los rasgos de la personalidad del presidente y su particular estilo de liderazgo, mismos que han provocado conflicto de intereses con su institucionalidad doméstica y con la internacional, lo que ha terminado por minar desde adentro la gobernanza global de un sistema cuestionado desde afuera por diversos movimientos sociales. No deja de llamar la atención que las bases sistémicas fueran también erosionadas por el Estado que creo un régimen internacional “a su imagen y semejanza” en tiempo de Harry Truman y que reafirmó después del desplome de la Unión Soviética en 1991. Desde la llegada de Trump al salón oval, la pregunta es: ¿qué pasa cuando se inicia una revuelta contra el Orden Internacional desde el mismo centro que lo construyó y respaldó durante décadas?
Es que la política exterior de Trump ha hecho gala de un acendrado unilateralismo con gran despliegue de energía, inspirada en el nacionalismo y populismo del séptimo presidente de la Unión, Andrew Jackson (según Walter Rusell Mead, 2017), que entendía todo vínculo externo como supeditado a la seguridad y bienestar material de sus ciudadanos, con independencia de consideraciones morales. Más que al aislacionismo categórico, se promovió el involucramiento –militar si es necesario- si es que los intereses vitales así lo exigieran. Es lo que precisamente ha hecho Donald Trump agregando el factor sorpresa, propio de su imprevisibilidad política. Ahí están los casos del bombardeo con misiles a la base siria de Shayrat el 7 de abril de 2017 o el ataque con drones sobre la comitiva del general iraní Qasem Soleimani que termino con su muerte en el aeropuerto internacional de Bagdad, Irak el 3 de enero pasado. Desde luego, a favor de las tesis que advierten el aislacionismo norteamericano está su abandono del Acuerdo de París sobre cambio climático, la no participación en las negociones del Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, y más recientemente el retiro de Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), afectando gravemente su presupuesto en tiempo de pandemia. Estas acciones pretenden galvanizar la frase que pronunció ante la Asamblea General de Naciones Unidas “el futuro pertenece a los patriotas no a los globalistas”. Pero, sobre todo, apunta a que Washington toma nota y reacciona respecto de la creciente gravitación china sobre organizaciones y acuerdos multilaterales, como su dirección de 5 de quince agencias especializadas de Naciones Unidas. Dicha influencia, evidente antes de la pandemia, incomoda no sólo a republicanos, sino que también a demócratas. Estos últimos tienen muchas discrepancias en la forma y el fondo de la política exterior de Trump, aunque no respecto de Beijing a la que se considera desafía el liderazgo norteamericano.
Respecto al compromiso con el multilateralismo el Partido Demócrata defiende otro enfoque, así como una gestión cooperativa internacional del cambio climático o incluso respecto de la interméstica cuestión de los “dreamers”, los inmigrantes indocumentados llegados a Estados Unidos en la infancia. Desde luego los tiempos del Libre Comercio como piedra angular –siguiendo al primer secretario del Tesoro Alexander Hamilton-, típica de Bush Padre y Clinton, o el idealismo wilsoniano, parecen estar lejanos. El aspirante presidencial demócrata hizo parte de la administración Obama que combinó intervencionismo (como en el caso de la crisis libia que culminó el gobierno de Kadafi) al tiempo que calculó su participación en el conflicto sirio o simplemente rechazó apoyar más contundentemente a ciertas oposiciones democráticas en Medio Oriente. El propio John Biden fue partidario de no hacer uso masivo de tropas en el extranjero, inclinándose por movimientos de operaciones especiales y ataques con aviones no tripulados. Su experiencia como vicepresidente de un gobierno pragmático y flexible se proyectó en el impulso a acuerdos comerciales amplios con la zona Atlántica y del Pacífico, la cristalización de acuerdo de Irán para vigilar que su producción de uranio enriquecido y así evitar la nuclearización energética, la búsqueda un modus vivendi con Cuba mediante la normalización de sus relaciones. Al mismo tiempo dicho Ejecutivo no desdeñó el expediente de la “intervención por razones humanitarias” del idealismo liberal de sus asesoras Susan Rice y Samantha Powers.
Si volvemos a América Latina, el panorama no es muy distinto. Un gobierno demócrata podría tener mayor espacio de diálogo, aunque sin grandes cambios. Mientras hoy se deduce un neomonroísmo en ciernes en acciones como el patrocinio de Washington de su asesor en seguridad regional Mauricio Claver-Carone, al cargo de presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). La ruptura de una tradición que reservaba por costumbre la dirección de la entidad financiera hemisférica -cuya sede está en Washington- a un latinoamericano, ha puesto a las cancillerías regionales en cierto dilema dado que el BID será clave para la reactivación de la liquidez en la recesión derivada de la pandemia. La candidatura de Claver-Carone recabó los tempranos apoyos de Brasil, Colombia, Ecuador y Uruguay, y en cualquier caso será compleja. Sin embargo, si durante cuatro años hubo poco interés regional de la Administración Trump en nada que no fuera narcotráfico o migración, ¿cuál es el móvil? Como hace casi doscientos años con la doctrina Monroe, hay que buscarlo externamente al hemisferio: Estados Unidos no desea seguir cediendo terreno ante la referida arremetida comercial china en un espacio que fue considerado durante parte del siglo XX como su patio trasero.
El autor es académico del Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile