La historia de las luchas por la democracia es también la historia del movimiento feminista. Desde la declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, el feminismo emergente puso en cuestión el andamiaje institucional y legal de la naciente sociedad burguesa. La Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadanía proclamada por la escritora Olympe de Gouges en 1791, se crea sólo dos años después de la elaboración del documento constitucional francés. Este, por supuesto, fue escrito exclusivamente desde un círculo de hombres blancos. El grito de una mujer excluida -y más tarde guillotinada- nos permite comprender cuestiones propias de la república masculina, aquella que se funda en el dominio de las mujeres y otras identidades que no responden a los criterios de terratenencia, heterosexualidad y blanquitud.
En tiempos de elección de representantes para la Convención Constitucional en Chile y a tres años del Mayo Feminista, la irrupción de Olympe de Gouges en la Historia -oficial, con mayúscula- nos permite analizar ciertos nudos feministas que se presentan en los momentos de cambio constitucional. El documento creado por Olympia exige un espacio para las mujeres, una ampliación democrática mediante la reescritura en clave femenina de la Declaración del Hombre y el Ciudadano. La mujer disputa el espacio del hombre, quiere entrar en él o contraponerse a él; quiere ser reconocida por él o construir un reconocimiento otro. También en la actual disputa constituyente, cualquiera de estos caminos cansados requieren enfrentar la contradicción de tomar la palabra, sabiéndose no sujeta de derechos sino mero objeto ante los ojos masculinos.
Repasemos la historia. La Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales de 1925 en Chile, donde las feministas tuvieron una activa participación, establece en su proyecto de Constitución Política: el federalismo como forma de Estado; la separación absoluta entre iglesia y Estado; el rol garante del Estado para una educación pública y gratuita; la supresión permanente del ejército; y la declaración de igualdad de derechos de ambos sexos. No obstante, la Constitución termina siendo redactada por una Comisión Consultiva compuesta por 122 ciudadanos y “sólo son convocados hombres notables”, nos recuerda Alejandra Castillo. La Constitución naciente termina desconociendo casi todos los principios emanados de la Asamblea Constituyente Popular. El reconocimiento de los derechos políticos de las mujeres se deja como un asunto a resolver “cuando los legisladores estimen conveniente”. Se mantiene la forma neutra de “ciudadanos” y el término universal de “chilenos”. El significante ‘hombre’ también se mantendrá en la Constitución de 1980, y será recién en 1999 que la palabra ‘mujer’ ingresa a la Constitución, mediante el reconocimiento de la igualdad formal.
Sin embargo, pese a este reconocimiento formal, nunca ha sido fácil permear los espacios del Hombre Blanco-Terrateniente/o de la Elite-política institucional. Ha sido la presión de los movimientos sociales y, como diría la teórica feminista Donna Haraway, la necesidad de re ingeniería permanente del patriarcado, lo que ha permitido que existan puntos de fuga en los que disidencias, mujeres, trabajadorxs, negrxs, enfermxs crónicxs, indígenas entren en la esfera pública y en las orgánicas políticas e institucionales. Pero esto no necesariamente significa una irrupción real del pensamiento feminista en el diseño constitucional/institucional.
Si bien los movimientos sociales han disputado el espacio ciudadano, y el reconocimiento en la ley, muchas veces los mecanismos de representación reducen la democracia a que los elegidos abandonen o utilicen la condición y voz de las personas excluidas, convirtiéndose en parte de la orgánica del poder y el privilegio. En esa misma dirección ser elegida y aceptada en la esfera del hombre/mujer poderosa significa, en muchos casos, entrar en la estética del poder y de la exclusividad, abandonando o desconociendo la existencia de un bien común o un poder colectivo.
***
La ampliación de la democracia, y con ello la categoría de ciudadanía, surge desde la lucha colectiva por el acceso a la educación, el derecho a voto, y el levantamiento de organizaciones feministas, obreras, habitacionales e indígenas. La democracia, por tanto, debería reconocer e incorporar la condición precariedad de vida de la clase trabajadora y de los pueblos oprimidos y colonizados, así como la conciencia sobre la precarización de las labores de cuidados no sólo de las mujeres respecto de les hijes, sino la del pobre y el migrante que limpia ciudades; el trabajador que mantiene la empresa, creando y vendiendo un producto que se le vuelve ajeno. No obstante, dichos entramados de luchadores sociales que se articulan desde múltiples formas de opresión, no son narrados desde lo colectivo o lo comunitario. Por ejemplo y en el caso de Chile, la Historia revela los nombres de “algunas mujeres” que permearon la orgánica política- institucional, pero ni Martina Barros, ni Elena Caffarena, ni Amanda Labarca, ni Teresa Flores, ni Gabriela Mistral estuvieron solas.
La herencia colonial de la independencia estadounidense y la revolución francesa, se plasma en las instituciones chilenas desde la ficción de un contrato social que, pese a su pretensión universal, mantiene un contrato sexual implícito, donde los hombres son considerados dueños del espacio público, y mujeres y disidencias son relegadas al ámbito de lo privado y lo invisible, naturalizando el orden familiar en base a las desigualdades de los estereotipos de género, raza y clase.
Aunque hoy nos parezca una práctica común en familias de izquierdas como de derechas, en Chile se aprueba el divorcio recién el año 2004, con una fuerte oposición conservadora. Nuestras madres casadas en sociedad conyugal, tenían que ser autorizadas por el marido para actuar en la vida civil. En la misma línea, la cultura popular chilena aún distingue entre esposa, puta y amante, lo que en términos jurídicos se concreta en la diferencia entre hijes legítimos e ilegítimos, que operó en el Código Civil hasta el año 1998.
Un largo etcétera de asimetrías jurídicas funda, entonces, la república masculina de Chile desde los primeros ensayos constitucionales hasta la actual Constitución de 1980. Su consecuencia es un país que todavía opera consciente o inconscientemente en base a estas distinciones: ser reconocida, ser esposa, ser representante, ser parte del poder, ser el experto, el elegido, la autoridad, el cargo de confianza, la clase política. Se anula así la fuerza colectiva que reivindica la expansión ciudadana. Se quiebra toda idea de colectividad y apoyo mutuo.
Los espacios que se abren son para la buena esposa, la correcta militante, la que calza en los marcos de la autoridad institucional, mientras se declara la marginalidad de las disidencias: ser lesbiana, ser puta, ser mujer, ser loca, ser maricón, ser pobre, ser flaite, ser indígena, ser negrx, ser rotx cimienta la cultura de exclusión nacional. Los proyectos colectivos y la práctica comunitaria son disueltos- a fuego- por la lógica competitiva en que se establece el orden capitalista neoliberal. La política creada en estrategias patriarcales – sí, nuevamente la herencia del hombre blanco- permite abrir espacios para transformar en la medida de lo que el mismo patriarcado concibe como posible. El problema entonces ya no es sólo de quien ofrece el poder, ni tampoco de quien lo disputa, sino de quien lo acepta tal y como se encuentra diseñado desde la lógica patriarcal.
***
Si bien la paridad, los escaños reservados para pueblos indígenas, y la cuota de personas con discapacidad en las listas de candidatxs a constituyentes se plantean como una conquista del hombre-legislador poderoso, estas ampliaciones democráticas son fruto de una larga lucha por el reconocimiento de diversos movimientos sociales.
Experiencias como la movilización feminista del año 2018, dan cuenta la concepción -en palabras de Judith Butler- de las cuestiones relacionadas con la raza y sexualidad, como aquellas que no reflejan un “auténtico” asunto de la política. La modificación de presupuestos, transformación de la gestión del conocimiento y los modos de irrumpir en la esfera pública, continúan siendo hoy una disputa con las instituciones. Inclusive en aquellas cuyas directrices se reivindican desde un punto de vista de la izquierda progresista.
En consecuencia, siguen siendo lxs académicxs, funcionarixs, estudiantes feministas y disidentes, y las militancias que se desmarcan de la directivas institucionalizadas, quienes siguen levantando la contracultura frente a la ambición del poder. Quienes de abajo a arriba abren espacios para discutir sobre el rediseño institucional, la participación, educación sexual integral, pedagogías interseccionales, y otros modos de producción del conocimiento. También son lxs mismxs, quienes siguen siendo expulsadxs por la violencia que constituye esa institucionalidad de la elite.
Cabe decir que las ‘mujeres’ pueden convertirse en un género cómplice si en nombre de su inclusión se perpetúan prácticas de la exclusión. Son lxs disidentes: ‘las otras’, las juzgadas de amantes, quienes acceden pero no tienen un real derecho a ser reconocidxs en igualdad de condiciones en el espacio público, lxs que juntxs transformaremos el curso de la institucionalidad y del debate constitucional. Son esas formas de organización colectivas nacidas en la marginalidad de la política, en la crisis de la democracia representativa, en el seno de la asamblea territorial: las que día a día van destituyendo la república masculina, para constituirnos como pueblos.
Francisca Keller y Sofía Brito.
Proyecto Lucila/tecnologías feministas para la innovación ciudadana.