Desde octubre de 2019 y hasta la fecha, la vida en Chile se ha vuelto un cúmulo de situaciones tensas e insospechadas, en seguidilla, una tras otra. Nadie se hubiese imaginado hace algunos años todo lo que ha ocurrido en tan poco tiempo y, es que el tiempo tiene esa dualidad, de que lo podemos percibir como muy corto y a la vez cargado de muchos sucesos impactantes.
Pero, para recapitular, obviemos la revuelta popular, la pandemia, la progresiva degradación de la institucionalidad vigente que ha tenido diversas expresiones y vayamos directo al grano: Chile se enfrenta a un momento crucial de su historia en donde está en juego el modelo de país que nos regirá durante las próximas décadas.
La Convención Constitucional, que ya sesiona con sus 155 representantes electos para llevar a cabo la redacción de la nueva carta magna, tiene una inédita oportunidad de corregir los dolores que han aquejado a nuestra sociedad desde la dictadura de manera permanente. No obstante, como es de suponer, un momento en el cual el statu quo se puede ver modificado tan profundamente ofrece no sólo escenarios de salida positivos, sino que también unos cuantos escenarios menos auspiciosos.
El vicepresidente de la recién inaugurada convención bien establece que el primer tiempo de este órgano se trata de una “instalación”. Mucho se puede discutir de la duración pertinente de esta etapa inicial, aunque finalmente serán los hechos consumados los que dicten el ritmo y los plazos de la instancia.
Dentro de esta instalación una de las interrogantes que surgen permanentemente tiene relación con qué nivel de diálogo habrá en miras a la búsqueda de los “acuerdos” que quedarán plasmados en el texto. Considerando que hay una evidente mayoría con, al menos, sentidos comunes de izquierda (entre independientes y militantes), uno de los temores de los sectores más conservadores y de las generaciones menos proclives al cambio, es que ese diálogo tienda a cero y esta mayoría progresista arrase con su agenda sin mayores reparos.
Para quienes hemos pasado buena parte de nuestra vida en asambleas, movilizaciones y organizaciones políticas/sociales, la mayoría alcanzada en las elecciones de constituyentes no pudo sino ser un hito esperanzador. Esperanza que se vio reafirmada además con la asunción de la presidenta de Elisa Loncon y de Jaime Bassa como vicepresidente.
Con todo, suena bastante tentador arrinconar a los representantes de la derecha política/empresarial y adueñarnos de la fiesta. Más aún, la idea de los “acuerdos” sólo evoca en nosotros experiencias cuasi traumáticas de cuando la política tradicional pretendió asimilar las demandas sociales con acuerdos mentirosos que nunca hicieron más que diluir la tensión social y mantener todo básicamente igual, ejemplos de ello sobran.
Entonces, ¿por qué habría ahora, que por fin tenemos el sartén un poquito por el mango, que acordar contenidos con quienes nos lo negaron todo durante décadas? Les digo desde ya que la reflexión que presentaré puede no agradar.
Trataré aquí el caso que me parece más complejo: si la respuesta es simplemente que no tenemos por qué hacerlo y nos vamos a nuestras casas felices porque no cedimos ni nos ensuciamos “pactando con ellos”, hay que atender la consiguiente pregunta de si ¿será el resultado de este proceso sostenible socialmente en el largo plazo? Es necesario recordar que las mayorías son, en muchas ocasiones, circunstanciales.
Ocurre que si realmente estamos comprometidos/as/es con una transformación radical de nuestro país, si realmente apostamos por la equidad económica, justicia social, integración, desarrollo sostenible, derechos sociales garantizados universalmente, en fin, ese sistema que buscamos construir para otorgarle dignidad a todos/as/es independiente de sus orígenes, debemos entonces pensar muy detenidamente las posibles consecuencias de, ahora sí, pasar la retroexcavadora desde la izquierda.
Toda vez que un grupo de personas, de la tendencia que sea, mayoritario o minoritario, quede excluido del diseño del sistema en el cual convivirán con el resto de los segmentos sociales, es de esperar que crezca descontento y que, en el tiempo, este se transforme en una amenaza para la estabilidad del proyecto país vigente. Sin ir más lejos, es el motivo por el cual llegamos aquí. ¿Si estamos de acuerdo en esto, estamos de acuerdo en que debemos evitar abrir este flanco?
No me malentiendan, no es por gusto, ni porque se quiera agradar a esos sectores que muchas veces hemos tratado de enemigos/as/es, ni por evocar la lógica acuerdista que tanto veneraba la política tradicional, sino que por un simple tema de responsabilidad con el proyecto que buscamos impulsar, que se debe entender el posible error estratégico que cometeríamos al pretender tapar con diario un segmento social que, aunque nos provoque el más visceral de los rechazos, existe y no dejará de hacerlo.
¿Conceder nuestras convicciones? Jamás. Es, en pocas palabras, velar por la viabilidad de largo plazo del proyecto transformador que parece ser por fin tendremos la oportunidad de comenzar a materializar. Esta viabilidad pasa por no engolosinarnos con las victorias electorales que hemos obtenido recientemente (ni por la sorpresiva irrupción de los independientes apartidistas), de manera que asumamos que la tarea sigue siendo larga aunque hoy pudiésemos decretar de facto nuestros términos para las reglas del Chile por venir.
Por supuesto esto no es fácil, nadie dijo que lo sería y, lejos de ser un simple cliché, se puede resumir en un slogan de la revolución pingüina de 2006 que ha sido reflotado ocasionalmente por el pre candidato presidencial frenteamplista, Gabriel Boric: “vamos lento porque vamos lejos”. Con la esperanza renovada y confiando en que todos/as/es aportaremos nuestro granito desde donde sea que nos encontremos, seguimos avanzando.
Alfonso Mohor Alarcón
Ex presidente FECH