Al calor de la rebeldía juvenil, de la efervescencia revolucionaria y de las transformaciones culturales de la época, la Unidad Popular (UP) se proyectó no solo en el ámbito político sino también en las artes, la gráfica y la estética cotidiana: se arropó con los murales y rayados de las brigadas militantes, los afiches coloridos, las innovadoras carátulas de discos y el arte comprometido; viajó con el tren de la cultura; habló con el lenguaje imperativo y politizado de la retórica pública en discursos y reuniones; se leyó en las revistas y libros de Quimantú; se cantó al ritmo de la Nueva Canción Chilena, la música andina y latinoamericana; se corporizó en desfiles, asambleas, recitales y festivales. En fin, siguiendo a Mandoki (Estética cotidiana y juegos de la cultura: Prosaica I, Siglo XXI editores, México, 2006), dichas formas léxicas, acústicas, somáticas y visuales encarnaron el carácter estético de su cotidianeidad.
Sin embargo, desde un lugar menos vistoso, pero más constante, naturalizado y sigiloso, las monedas y billetes de la UP también visibilizaron -a pequeña escala- los símbolos o eventos que quiso conmemorar. Ciertamente, como material visual y táctil rutinario e inadvertido, el dinero operaba como signo discreto del ideario gubernamental. Pero dada la intensificación de la lucha sociopolítica en el periodo, agrandó su significación.
César Sánchez, en la tesis “Acuñando la comunidad heroica de la revolución: monedas y billetes de la Unidad Popular, 1969-1973” (Universidad de Chile, 2018), cuenta cómo estos dispositivos simbolizaron una “comunidad heroica” que permitiera defender las nacionalizaciones bajo la idea de la segunda independencia, contrarrestar la acusación de ser un satélite de la Unión Soviética, convertir al trabajador manual en héroe y apelar al patriotismo para evitar el golpe de estado: así, las tradicionales figuras militares de O´Higgins y Carrera alternaron frecuentemente con el derrocado Presidente Balmaceda; líderes mapuches, como Lautaro y Caupolicán, aparecieron esporádicamente; se incluyó a Portales, excepcionalmente, por su talante antimilitarista; y el minero adquirió el carácter de icono por la centralidad de la nacionalización del cobre en el programa gubernamental. Al reverso, la ausencia de heroínas sintomatizó la pervivencia de la mentalidad patriarcal; la de campesinos contrastó con la profundización de la reforma agraria; y la de Recabarren -reconocido por toda la izquierda- indicó la opción por la épica consagrada y transversal de la numismática chilena, pero en clave del nacionalismo de izquierdas.
No se entiende del todo una experiencia histórica como la anterior, sin mirar y pensar los objetos e imágenes que conectaron la rutina con los imaginarios sociales defendidos, tolerados o combatidos. Abrir la memoria a estos artefactos “menores”, significa abrirlos a la “riqueza y complejidad de la estética cotidiana” (Mandoki, Ibid: 9), en que, por ejemplo, los estados acuden a las posibilidades inciertas y escuetas del diseño de dinero para presentar su identidad y fabricar legitimidad. La UP tuvo el desafío, nada menos, que de llevar la revolución a los bolsillos de los/as chilenos/as.
Por la académica Isabel Jara Hinojosa, también subdirectora de la Escuela de Postgrado de la Facultad de Artes de la U. de Chile