Según señala la profesora Esther Barbé, la estructura del sistema internacional se vincula con la configuración del poder surgida de las relaciones entre los actores, particularmente entre los países, lo que sirve para entender los límites dentro de los cuales se mueven los mismos. A su vez, ello se enlaza con la manera en que se relacionan aquellos países que poseen “poder estructural”, es decir, el control sobre los asuntos de seguridad, la producción, las finanzas, los conocimientos y las ideas, y entre éstos y el resto del mundo. El número de actores con poder estructural, según la tipología que entrega Barbé, definirá si estamos en presencia de un sistema unipolar, bipolar o multipolar. O incluso, en un contexto apolar, que podríamos calificar como G-0.
En suma, para entender el sistema internacional actual, profundamente afectado por la pandemia del COVID-19 y la Guerra entre Ucrania y Rusia, es necesario identificar aquellas potencias con poder estructural, o sea, con la capacidad de determinar las normas e instituciones que restringen el accionar de las naciones, para de ese modo apreciar en su mérito el rol que pueda asumir América Latina en dicho esquema.
A principios del nuevo siglo XXI, una serie de autores ponían énfasis en la definición de un sistema internacional que demostraba signos evidentes de multipolarismo (Joseph Nye, Fareed Zakaria o Charles Kupchan, por nombrar sólo algunos), con el auge notorio de nuevas potencias emergentes, particularmente desde Asia, con los casos de China e India. Pero la pandemia radicalizó una serie de procesos internacionales, como es el caso del posicionamiento global de China, lo que junto a la mirada nacionalista y populista de Donald Trump en Estados Unidos, decantaron en una aguda competencia internacional que dio origen a una denominada Nueva Guerra Fría, que definió un sistema internacional con atributos cercanos a lo que fue el sistema bipolar del siglo XX.
Pero en este contexto, una potencia con deseos de recuperar su status de superpotencia perdido con la caída de la Cortina de Hierro, léase Rusia, reclama nuevamente su espacio por la vía tradicional de la guerra, echando por tierra ese sistema que desde diversos sectores se apreció con tintes de bipolarismo. Además, el notorio empuje de India y de otros países de Asia Pacífico dieron cuenta de un escenario que todavía denotaba características propias de un sistema multipolar.
Pero es un multipolarismo debilitado, con una aguda crisis de liderazgo global, ante las dificultades de Estados Unidos por recuperar su rol de hegemón, particularmente tras la Presidencia de Donald Trump, que dañó severamente el posicionamiento internacional de esa potencia; una China aquejada de una serie de problemáticas internas que debilitan su posición internacional; una Rusia que al mismo tiempo que despliega su musculatura militar en Ucrania va perdiendo su Soft Power; y una Europa que aún oscila entre la acción unificada o la pretensión de ciertos países de tener un rol mundial independiente. Para qué hablar de América Latina, que vive su propia crisis del multilateralismo regional, en medio de una severa crisis de liderazgo y de sus procesos de integración. Paradójicamente es la región con más esquemas de integración vigentes, un verdadero spaghetti bowl, pero con una escaza densidad de las instituciones de los mismos, como lo expresa el virtual término de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR).
En este contexto global de un multipolarismo debilitado, apuntalado por la crisis del orden liberal internacional ante el auge de los populismos y los nacionalismos, es necesario reflexionar sobre la manera de otorgar gobernanza a este escenario severamente complejizado. Desde luego, estructurar un sistema internacional basado en reglas claras y transparentes, en el marco de un multilateralismo realmente operativo y efectivo parece la clave.
Bajo esta perspectiva, con todas sus dificultades, el consenso sigue siendo el mejor medio para lograr acuerdos de legitimidad amplia y duraderos, en particular cuando se construyen en ambientes multilaterales con la concurrencia de los países con poder estructural. En el seno del Consejo de Seguridad, la Organización Mundial de Comercio o los foros sobre cambio climático, parece cada vez más complejo llegar a acuerdos que permitan al sistema avanzar en una dirección que genere beneficios duraderos al conjunto de los actores. Solo un multilateralismo efectivo puede romper la situación actual de fragmentación y de crisis de liderazgo global, que parece afectar de forma desproporcionada a los actores con menos poder del sistema internacional.
En este sentido, a comienzos de abril de este año, durante una sesión del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el Secretario General de la Organización indicó que 74 países en desarrollo, con una población de 1.200 millones de habitantes, están siendo afectados por la subida en el precio de los alimentos y los combustibles producto de la invasión rusa a Ucrania, ya que “sólo en el último mes, los precios del trigo han aumentado un 22%, los del maíz un 21% y los de la cebada un 31%”. Manifestó que esta situación bélica traerá perturbaciones sociales graves, por cuanto es “uno de los mayores desafíos que jamás se haya planteado al orden internacional y a la arquitectura de la paz mundial, fundada en la Carta de las Naciones Unidas”.
Como señala Kevin H. O’Rourke, algo similar ocurrió en la Primera Guerra Mundial, cuando entre los países beligerantes las pérdidas económicas promediaron un 3,37% del PIB anual, mientras para los países neutrales el retroceso económico bordeó el 6,79%. Esto ha sido largamente explicado por los historiadores de la economía. Las grandes potencias en el conflicto mantenían grados de independencia económica mayores que la que gozaban países de rango medio o periféricos, dependientes principalmente de las importaciones provenientes de los países centrales.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial las potencias se encontraban profundamente divididas por visiones políticas doctrinarias aparentemente irreconciliables, sin embargo, lograron construir acuerdos sólidos y duraderos que cimentaron un sistema multilateral que entregó estabilidad al mundo por décadas. Las visiones colectivas primaron y la necesidad de una convivencia armónica se impuso por sobre las políticas de exclusión. Países grandes y pequeños comprendieron que era necesario tener al “otro” en la mesa, tanto para evitar la construcción de sistemas alternativos o paralelos, como para generar confianza entre los países, cuestión que está en la base de toda relación social estable y duradera.
La multiplicación de acuerdos plurilaterales en diversas materias parece complejizar la construcción de un sistema común, sostenido a través de consensos, que otorgue voz y atienda los requerimientos de todos los países, comprendiendo el principio de problemas comunes con respuestas diferenciadas, según las capacidades y atributos de cada integrante del sistema internacional. Construir acuerdos está en la base de un sistema global, que contenga mínimos comunes en materia de gobernanza, sin lo cual avanzaremos por el poco promisorio camino de un mundo sin liderazgos, apolar y sin multilateralismo. El lugar que América Latina cumpla en este contexto dependerá de su capacidad para actuar conjuntamente, sobre la base de esquemas de integración operativos y pragmáticos, de manera de proyectar su peso en el sistema internacional. Un contexto global multipolar donde prime la paz, como un bien público global, sobre la base del multilateralismo, exige que la gobernanza se construya desde las regiones.
Jorge Riquelme. Doctor en Relaciones Internacionales, Universidad Nacional de La Plata (UNLP).
Sebastián Osorio. Profesor de Historia, Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (UMCE), con estudios de especialización en política comercial e historia contemporánea.