La ley Naín-Retamal, o mejor conocida como “gatillo fácil”, fue promulgada luego de una discusión parlamentaria exprés y una nueva muerte policial.
Supuestamente lo que está detrás de esta ley es la seguridad ciudadana ante un alza en la delincuencia, lo que tendría solución con el “fortalecimiento y protección del ejercicio de la función policial y de Gendarmería” -como señala su título-; pero, como han mencionado diferentes sectores de la sociedad, tales como académicos y académicas de distintos colores políticos, organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos y movimientos sociales, el populismo punitivo, este afán de subir y subir las penas, no se traduce en la solución al aumento de la delincuencia. De hecho, en las mismas gráficas disponibles en la página de Gendarmería se ve un aumento de más de 20.000 personas en la población penal, desde marzo de 2021 a febrero del año en curso, lo que no se ha traducido en una sensación de mayor seguridad.
A lo anterior, se suma que la discusión de esta ley, que resurgió a propósito del asesinato de una funcionara policial, se da en un contexto político que no atiende a la solución de la crisis política que vivimos buscando generar mayor confianza social a propósito de la busqueda de paz y seguridad, sino con un gobierno que se entrega al ajuste de cuentas que le hace la oposición, con elecciones a un mes de algo que parece que nadie entiende de qué se trata y con figurines politiqueros tratando de alcanzar rating en matinales. Pareciera que a nadie le importa mucho la democracia, pues los actores políticos cada vez dejan más que desear: en el Senado ni siquiera se escucharon expertos, con la excusa de que no hay tiempo.
Es en este contexto que se aprueba esta ley que deja a las policías con mayor discrecionalidad en el uso de la fuerza, asegurando mayor impunidad, y con un alto nivel de incertidumbre jurídica para toda la población; tema no menor considerando que todavía hay causas en investigación a razón de los apremios ilegítimos y torturas, en donde los imputados son funcionarios policiales, en un año en donde además se conmemoran los 50 años del golpe de estado. La ley no apunta a más seguridad ni fortalece las policías contra el narcotráfico o crimen organizado, sólo aumenta la discrecionalidad policial, que sabemos se ha traducido en mayor discriminación, pues los que van a la cárcel son los mismos sectores de siempre.
Esta ley, dando ese nivel de discrecionalidad a las policías, solo viene a cercenar una vez más el derecho a la protesta y manifestación, es por eso que nos preocupa, pues si hacemos memoria respecto de cómo se ha ido conformando el movimiento socioambiental en Chile, tenemos certeza que ha sido a propósito de la movilización frente a proyectos de inversión por parte de comunidades que no están de acuerdo, y lo han hecho con cortes de calle, con marchas, con ocupación de espacios públicos, entre otras estrategias. Protesta no es delincuencia.
Para nadie es sorpresa que la crisis climática nos tiene casi en un punto de no retorno, pero los proyectos de inversión que buscan instalarse en distintos territorios no dan tregua, aún sabiendo de los impactos en la cantidad y calidad de agua disponibles para comunidades y ecosistemas, a sabiendas del nivel de contaminación que producen o la fragmentación que generan en las comunidades, por dar algunos ejemplos.
Es así como ha ido incrementando la conflictividad socioambiental, que de seguro seguirá en aumento, y por cierto la protesta social seguirá el mismo camino. Por lo que es válido preguntarse por las defensoras y defensores de los territorios y la Naturaleza, qué pasará con ellas y ellos, porque también son defensores de derechos humanos. En ese sentido, es contradictorio para el movimiento socioambiental la voz del gobierno, pues, por una parte, ratifica el Acuerdo de Escazú, que su virtud es proporcionar un estándar de protección para las y los defensores, pero, por otro, está abonando el cercenamiento del legítimo derecho a la protesta.
No olvidamos que vivimos en el continente con más muertes de defensores y defensoras ambientales, en donde muchas de ellas y ellos son también parte de comunidades y pueblos indígenas, las que son criminalizadas, perseguidas y estigmatizadas, en donde el rol de las policías se ha traducido en ser la guardia de seguridad de las empresas nacionales y transaccionales, asegurando sus ganancias, pero no nuestras vidas.
No hay más democracia cuando el “equilibrio” para la satisfacción de la clase política se traduce en el menoscabo de los derechos humanos, de eso saben bien los y las defensoras ambientales. Allanar el camino para más injusticias contra quienes defienden la vida en sus territorios no es combatir la delincuencia, es amparar la corrupción del Estado y sus policías, lo que bien saben aprovechar las empresas extractivistas. Si vamos a combatir la delincuencia, si vamos a hablar de seguridad, no acotemos la discusión a lo que cree la derecha que significa seguridad que se traduce siempre en más pena y más cárcel, tengamos una discusión en serio, con todas las vidas al centro.