El 9 de noviembre pasado se conmemoraron los 35 años de la caída del muro de Berlín, que durante 28 años separó esa ciudad en dos: Berlín Oriental, bajo el control de la Unión Soviética, y Berlín Occidental, formando parte de las democracias occidentales. Además de la reunificación de Alemania, la caída del muro marcó el fin de la Guerra Fría, lo que trajo aparejado profundos cambios en la política y la economía globales, dando un impulso determinante al régimen democrático de gobierno y al libre mercado. Se acentuaba así la globalización y comenzaba a configurarse un sistema internacional, que poco tenía que ver con el esquema que se conoció en el mundo durante el siglo XX, especialmente luego del término de la Segunda Guerra Mundial.
En ese contexto global de profundas transformaciones, el pensador Francis Fukuyama, sobre la base de la reflexión filosófica de Hegel, aparecida en la obra Fenomenología del espíritu, plantearía con optimismo que el término de la Guerra Fría y el colapso del bloque soviético significaban el triunfo de la democracia liberal representativa, como la mejor forma de organización política que los hombres habrían concebido. De este modo, terminaba la Historia, porque culminaba la lucha dialéctica entre distintos sistemas de ideas y gobierno. Así, luego del fin de la Guerra Fría, unos antes u otros después, los países paulatinamente se convertirían a la democracia liberal de corte anglosajón, como parte de un proceso que Samuel Huntington calificó como la “Tercera ola democrática”.
En el plano político doméstico, la democracia resguardaría los derechos constitucionales, mientras en el terreno económico protegería la propiedad y permitiría la creación de riqueza. Según Fukuyama, ningún otro sistema o ideología proveería de mejor manera tales beneficios, fomentando sociedades prósperas y estables, como base de sustento de un escenario internacional que sería cada vez más pacífico. Era la concretización de las ideas postuladas en 1983 por Michael Doyle, quien señalaba que existía una correspondencia entre la política interna y la prevención de los conflictos armados internacionales, en tanto los países democráticos no irían a la guerra entre sí, bajo el concepto de la “paz democrática”.
En el ámbito multilateral, las Naciones Unidas verían un desarrollo acentuado a partir de ese momento. También se alterarían mecanismos regionales de seguridad, propios de la Guerra Fría, como fue el caso de la Alianza Atlántica y la desaparición del Pacto de Varsovia en 1991. Al mismo tiempo, los mecanismos regionales de integración tendrían un desarrollo notable, como lo expresó el establecimiento del Foro de Cooperación Económica de Asia Pacifico (APEC) en 1989, el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) en 1991 o el impulso de la Unión Europea, a partir del Tratado de Maastricht de 1992.
Tales antecedentes llevaron a Emmanuel Adler a señalar que se estaba en presencia de una Epoca Multilateral, caracterizada por los incentivos a la cooperación entre los países, sobre la base de valores y normas comunes, y por la pérdida de valor de los tradicionales recursos de poder entre los Estados.
Sin duda, el optimismo de hace 35 años no puede replicarse en el mundo actual. Como régimen político, la democracia esta severamente cuestionada alrededor del mundo, acosada desde izquierda a derecha, por regímenes populistas sustentados en el nacionalismo y las políticas del miedo, propugnados por líderes carismáticos que socavan las instituciones tradicionales de la democracia, debilitan los sistemas de partidos y propagan la polarización política. La manera en que se ejerce este liderazgo ha dado lugar a un tipo de sistema político que Guillermo O’Donnell calificó en su momento como “democracia delegativa”, donde predomina una escasa densidad institucional, desconfianza hacia el aparato público, sistemas de partidos poco institucionalizados -con la presencia de outsiders políticos-, así como débiles mecanismos de accountability horizontal.
A nivel internacional, tampoco el multilateralismo vive su mejor momento, como lo expresa la virtual destrucción del orden liberal construido tras la Segunda Guerra Mundial, con la puesta en entredicho de valores occidentales antiguamente consensuados, como son el Estado de Derecho, los Derechos Humanos y la democracia liberal. Walter Russell Mead ha definido a esta nueva etapa como el “Fin de la Era Wilsoniana”, dando cuenta de un mundo fracturado, determinado por la radicalización de los conflictos bélicos y con poco espacio para la cooperación internacional. Más bien, lo que define las relaciones internacionales actualmente son las políticas del poder y la guerra, como lo ilustra el dilatado conflicto entre Rusia y Ucrania y la situación del Medio Oriente, donde nuevamente el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, bloqueado por las potencias, se muestra ineficaz, anacrónico e inoperante.
La llegada nuevamente de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos es un síntoma y consecuencia de lo antes reseñado. Ya en su primera administración, en tanto líder Jacksoniano, puso en práctica una política exterior nacionalista y aislacionista que, entre otros elementos, estuvo signada por la obstaculización de las corrientes migratorias, así como el enfrentamiento con China, considerada como la principal amenaza para Estados Unidos. También destacó el retiro de ese país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por su sigla en inglés); la crítica hacia los acuerdos de libre comercio, apreciados como nocivos para los intereses estadounidenses, y hacia las instituciones multilaterales, especialmente la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el marco de la pandemia del COVID-19. Una especial mención merece el retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París que, a juicio de Trump, dañaba fuertemente a sus compatriotas en la pérdida de empleos, baja en los salarios y disminución de la producción.
La nueva presidencia de Trump posiblemente tenga un carácter recargado, considerando que obtuvo una victoria con más distancia y ya tiene experiencia en el cargo, lo que desde luego sacudirá la geopolítica global, bajo la premisa del America First. A ese panorama habría que agregar el radical desarrollo que están teniendo, a nivel global, las corrientes criminales y las consecuencias del cambio climático. Irónicamente, en la década de los noventa la comunidad internacional, mediante la cooperación, superó con éxito el debilitamiento de la capa de Ozono. Esta vez, la degradación ambiental viene igualmente recargada, como también sus consecuencias, encontrando una comunidad internacional donde prima el sálvese quien pueda.
Con tales elementos, a 35 años de la caída del muro de Berlín, hay poco para celebrar. Las miradas pesimistas, con razón, ganan fuerza, y el sistema internacional y la convivencia entre las naciones se acercan al despeñadero. La democracia está en riesgo alrededor del mundo y cada vez tiene un menor apoyo, al tiempo que el multilateralismo vive una severa crisis, en medio de la proliferación de conflictos bélicos y su secuela de muerte y destrucción, sobre todo de niños. La entropía del sistema internacional parece demostrar que este, al parecer, ya se va desplomando por el precipicio.