Para cualquiera que haya observado en los últimos años con cierta atención el acontecer político y social de Chile desde afuera–digamos, un argentino, alemán o chino– resultaría al menos curioso que la respuesta de la élite local frente a los numerosos escándalos de colusión, corrupción y favoritismo sea culpar al ciudadano que reclama y ofrecer como remedio más de lo mismo.
Esta élite transversal culpa al ciudadano por no ir a votar en masa frente a una oferta política que, en esencia, ha permanecido inalterada por un cuarto de siglo. Y lo culpan también por sus bajas pensiones, ya que no cotizó lo suficiente durante su vida laboral, por lo que el problema no son los administrados privados del sistema previsional, sino el empleado chileno que, vaya a saber uno, ¡será que es el típico flojo chileno! La precariedad del mercado laboral, la baja tasa de sindicalización y la poca participación femenina en el mundo del trabajo (en Chile es la más baja de América Latina) no son factores que los tecnócratas del club de la élite tomen mucho en cuenta.
Por ejemplo, muchos argentinos simplemente no logran entender que en Chile la educación superior sea pagada, incluyendo las universidades del Estado cuyos aranceles no se diferencian en mucho de las instituciones privadas. Simplemente no les “entra en la cabeza”, y para un alemán es lo mismo. Hace una semana, el diario El Mercurio puso en portada el hecho de que por primera vez una universidad chilena figuraba entre las 150 mejores del mundo en un prestigioso ránking de una consultora inglesa. Se trataba de la Pontificia Universidad Católica de Santiago. Pero poco se analizó el hecho de que la mejor ubicada de América Latina, 65 puestos más delante de la chilena, era la Universidad de Buenos Aires. La UBA, para quien no lo sabe, es una universidad pública y gratuita. Es decir, cumple con el anhelo de “pública, gratuita y de calidad” que hace ya una década vienen levantando los estudiantes chilenos.
Mientras Carlos Peña., el rector de la Universidad Diego Portales y columnista dominical de El Mercurio, asegura que un sistema de pensiones solidario y de reparto puede inhibir el emprendimiento y la innovación, los alemanes –que cuentan con ese sistema- fabrican automóviles de calidad mundial, llevan la delantera en tecnologías médicas (piénsese en una empresa como Siemens) y son líderes en Europa y el mundo en el desarrollo de energías no convencionales renovables. Cierto, cada cierto tiempo aparece el caso del alemán flojo que vive a costa del Estado, pero pocos podrán negar que ese país es una potencia industrial y tecnológica a años luz de Chile.
Y qué decir de los chinos, que hasta hace sólo 10 o 15 años eran conocidos por mano de obra barata que fabricaba juguetes, lencerías, linternas y calculadoras a bajo precio y baja calidad. Hoy figuran entre los mayores inversionistas en América Latina y su industria tecnológica va camino a los primeros puestos en el mundo. Mientras tanto, en Chile les exportamos cobre para alimentar su expansión y, como durante tantos años el precio del metal rojo estaba por las nubes, hasta nos dimos el lujo de desmontar nuestras refinerías y enviarles el material en crudo. Allá, en las refinerías chinas, aprovecharon para separar los otros metales incluidos en el cobre bruto y sacar una ganancia extra. Y de esta manera, si hace 10 años comprábamos juguetes chinos para Navidad, hoy muchos chilenos compramos computadoras y automóviles chinos. Así con el desarrollo chileno.
Ciertamente, no se trata de algo nuevo en nuestra historia, al contrario. Ya en las crisis de materias primas que se produjeron a fines del siglo 19 e inicios del 20 hubo voces que lamentaban la dependencia local de estos commodities y no ser capaces de agregar valor a estos. Y ese lamento ha sido una constante por casi dos siglos sin que el país hiciera mucho por remediarlo. Así, mientras Chile “descubrió” en los años 80 en jugoso negocio forestal –que produce pulpa y chips de madera- un sueco creó la empresa IKEA, que consistió en usar la madera para fabricar muebles unido a un diseño innovador y a precios relativamente accesibles, que arrasó en las clases medias occidentales desde entonces.
¿Por qué Chile ha caído, una y otra vez, en esta trampa del exportador de materias primas? La respuesta más sencilla es: el rentismo de su élite empresarial y estatal. En efecto, mirado de manera fría, Chile es un país rentista, es decir, donde sus élites (de cualquier color político) prefieren las ganancias seguras de hoy a la ganancias futuras que dependen de inversiones, innovación y –peor aún- de movilidad social.
Es lo que Daron Acemoglu y James Robinson denominaron como “élites extractivas” en su bestseller “Por qué fracasan las naciones”. Estando en Chile hace unos años, Robinson ilustró la élite extractiva chilena de esta manera: provienen de cinco, seis o siete colegios privados de Santiago, estudiaron en dos o tres universidades tradicionales de Chile, cuentan con las redes sociales, políticas y empresariales que le aseguran un futuro próspero sin que tengan que esforzarse demasiado por su porvenir económico y financiero.
Quien crea que a esa élite extractiva sólo pertenecen aquellos con apellidos vinosos está equivocado. Parte de este club también es Sebastián Dávalos, su mujer Natalia Compagnon y la ex esposa de Osvaldo Andrade que sigue gozando de una pensión sobre los 5 millones de pesos.
Es por ello, entre muchas otras razones, que nuestra elite no puede dar respuestas a los anhelos de la sociedad. Mientras discuten, en teoría, sobre la gratuidad universal de la educación superior, saben que ellos le pueden costear una onerosa carrera universitaria en cualquier universidad a sus hijos y que, gracias a sus redes, éstos saldrán cómodamente adelante. Mientras más del 80% de la población se atiende en el sistema público de salud, ellos y sus hijos tienen Isapre y se atienden en la Clínica Alemana o en la de Las Condes. En fin, mientras ellos ganan sueldos millonarios –la subsecretaría de Educación tiene un salario de 10 millones de pesos mensuales- la profesora de una escuela pública de Maipú gana 15 veces menos.
Todo ello, ciertamente, no es novedad para nadie. Pero llama la atención la pasividad de la inmensa mayoría de los chilenos frente a estas injusticias que se cometen en frente de la cara de cada uno. Y así, para tranquilizar a las masas alienadas y endeudadas, el Club de la Concordia, que es el club de la elite, recurre al llamado “opio del pueblo”.
Pero a diferencia de lo que planteaba Carlos Marx, no se trata de la religión católica, sino que de la religión nacionalista. ¡Qué lindo es Chile! Desierto en el norte, glaciares en el sur. Dicen que nuestra bandera fue elegida la más bonita del mundo (y eso que es igualita a la de Texas, también a la primera bandera cubana y a otras 10 banderas con los mismos colores y diseños).
Y así nos mienten y así nos mentimos. “Y ese mar que tranquilo te baña” del himno nacional parece una broma. Si el Océano Pacífico es muy violento y los muertos del maremoto de 2010 son testigos de ellos. Y, claro, no somos corruptos. Aquí, en Chile, los Carabineros no aceptan sobornos como en Argentina o Brasil. Es verdad. Pero en esos países no andan golpeando y encarcelando a los estudiantes en cada marcha. Y, además, no necesitan ser corruptos. Ellos, nuestros policías, al igual que los miembros de nuestras fuerzas armadas, del empresariado y de la clase política, no necesitan de coimas para vivir bien. Arreglaron el país a su favor de tal manera que se aseguraron su porvenir con las contribuciones de todos los chilenos.