Nuestra clase dirigente tradicional se parece cada vez más al régimen borbónico francés de 1789: ha perdido la noción de la realidad política.
A una semana de las elecciones municipales que constituyeron una de las mayores debacles de representación en la historia chilena, los principales actores del modelo político actúan como si poco o nada hubiese sucedido. Ciertamente, existe una autocrítica de buena crianza para referirse a ese 66 por ciento de chilenos que optaron por no ir a votar. Pero tras emitir unas frases estereotípicas, que suenan similar en la boca de un representante de la Nueva Mayoría o de Chile Vamos, todos vuelven a la calculadora electoral con vistas a las presidenciales de 2017.
Luis XVI y sus cortesanos y operadores actuaron de una manera similar antes y durante la Revolución Francesa. Mientras el rey apoyaba en público los objetivos reformistas de la Asamblea Nacional, en privado conspiraba en contra de ellos.
Lo mismo ocurre casi 250 años después en Chile. Mientras la clase política criolla reconoce que se requiere algún tipo de reformas al sistema social y económico chileno, en la práctica conspiran en contra de ellas. El mejor ejemplo de ello fueron las declaraciones de Ricardo Lagos tras la derrota de su ahijada Carolina Tohá en Santiago. Ante la debacle del sector reformista de nuestros monárquicos, este ex rey borbón propuso irse más despacio por las piedras.
Puede parecer exagerado tratar a la supuesta centroizquierda chilena y a la supuesta centroderecha local como parte de una misma casta aristocrática. Pero lo son. Ambos conglomerados comparten la profunda convicción de que el modelo de desarrollo chileno es único en el mundo y que, con matices más o matices menos, hay que defenderlo. Lo mismo pensaban los Borbones, aunque también en esa casta co-existieron sectores más reformistas con los derechamente anti-reformistas, como sucede con nuestra Nueva Mayoría y nuestro Chile Vamos.
Por eso, no es de extrañar que gran parte de los análisis post-electorales se hayan centrado en escudriñar los ganadores y perdedores del duopolio, mientras que el silencio electoral del 65 por ciento de los chilenos es interpretado como conformidad o disconformidad inactiva y poco peligrosa para el modelo. Nuevamente, lo mismo pensaba Luis XVI en 1789 e incluso hasta 1791 cuando fue detenido para dos años después ser ejecutado en la guillotina. El pueblo silencioso no era una ecuación política en los cálculos borbónicos de esos tiempos turbulentos. A la postre fue un grave error político.
Y así, el sector más derechista de nuestros borbones locales saca cuentas alegres por su supuesto avance electoral, ignorando por completo que también ellos perdieron decenas de miles de votos en las municipales. Aquí vale la pena recordar que los términos de izquierda y derecha en la política nacen precisamente de la época revolucionaria de Francia, cuando los partidarios de la monarquía y los valores tradicionales se sentaban en el flanco derecho de la Asamblea Nacional, y los reformistas republicanos y anticlericales se sentaban en el hemisferio izquierdo.
Mientras tanto, la borbónica centro-izquierda chilena se ha dedicado a las intrigas de palacio para recuperar su poder. Ricardo Lagos es, guardando las proporciones, nuestro conde Klemens von Metternich, el diplomático austríaco que en 1814 presidió el Congreso de Viena para restaurar el viejo orden europeo que se había desmoronado tras la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas. Metternich, como Lagos, era el estadista convocado para restablecer un pasado reciente de orden y sumisión de las masas.
Así, en las últimas semanas el ex Presidente ha conspirado para forzar las cartas a su favor. Precipitó un cambio de gabinete al sacar del gobierno al ministro de Energía Máximo Pacheco para sumarlo a su campaña presidencial; asumió la vocería de la derrota electoral de la Nueva Mayoría y forzó a la senadora socialista Isabel Allende a deponer su pre-candidatura presidencial. Es el típico borbón reformista conspirador que, gracias a su talento y experiencia, logra moldear las circunstancias a su favor, sin importar cuántos correligionarios quedan heridos o muertos en su marcha implacable para retornar al poder.
Por cierto, en este contexto, la reciente pataleta de la Democracia Cristina es tan insignificante políticamente como lo fue el llamado “centro político” en la década de 1790. No son más que meros espectadores en el gran coliseo de la lucha por el poder de la elite tradicional.
En Chile, la supuesta hegemonía borbónica se ve reforzada por el hecho de que la mayoría de los medios de prensa tradicionales y las encuestadoras de opinión pública suscriben al ancien regime. Sea en los diarios, revistas, radios o noticiarios de TV, todos los días deambulan por ahí los representantes del borbonismo criollo, como Andrés Allamand, Camilo Escalona, Carlos Peña, Mariana Aylwin, José Joaquín Brunner y tantos otros.
En tanto, nuestra criolla facción “jacobina”, guardando también las proporciones respecto a esta corriente, apenas se menciona en los medios oficialistas o es retratada con desdén o paternalismo, como es el caso de Luis Mesina, Jorge Sharp o Gabriel Boric.
Y así las cosas, nuestra desgastada aristocracia política se prepara para unos comicios presidenciales que prometen una encarnizada lucha entre facciones pro-modelo, entre adversarios que, al final de la jornada, se reúnen en el Palacio de Versalles para brindar por una competencia entre honorables.
Mientras tanto, ese 66 por ciento de la población aún permanece en el silencio. Pero en cualquier momento puede despertar. Y si ello ocurre, nuestra elite política transversal estará tan sorprendida como los Borbones en 1789, a pesar de que todas las señales les advertían sobre un cambio de época. Sólo que no lo quisieron ver.