Un profesor de Teoría del Arte nos decía que no entendía que se llamara a ésta una sociedad de consumo; todas lo han sido, explicaba. En 1968 Herbert Marcuse caracterizaba al orden económico imperante como uno que impone al hombre contemporáneo “una segunda naturaleza que lo amarra libidinosa y agresivamente a la mercancía” y que lo hace oponerse “a cualquier cambio que interrumpa o destruya…su existencia como un consumidor consumiéndose a si mismo al comprar y vender”. Es decir, se trata del consumo como necesidad biológica, como un fin en si mismo que, cual droga adictiva, permite superar momentáneamente la angustia o la depresión.
Cuando usted o yo compramos el alimento diario no lo hacemos como fin en si mismo, sino como un acto al servicio de nuestra nutrición. Por otra parte, parece sencillo identificar el consumo superfluo e inútil cuando lo observamos en quienes pueden permitírselo con su ingreso (aún en ese caso bien puede uno preguntarse el por qué de trabajar tanto para adquirir cosas prescindibles o que no se usan). Pero ¿qué ocurre con aquello que nos llega más cerca, como la compra de libros, música o películas en formato digital? Supongo que hay formas elementales de verificar su grado de necesidad objetiva, observando por ejemplo si es que tales objetos se acumulan en nuestros estantes sin ser leídos, escuchados o mirados respectivamente.
Y todo lo anterior para contarle que me he dado maña para volver a recorrer el centro de Santiago los sábados por la mañana para hurguetear en librerías, casas de música y de películas. En esas visitas a veces sólo me entero de las nuevas cosas que han salido y que no me urge adquirir (salvo que sea la última aventura de Salvo Montalbano, el personaje de Andrea Camilleri), pero en otras ocasiones encuentro cosas muy baratas que – he de confesarlo aquí – me dan placer. Así me hice recientemente de la única biografía de Manuel Vázquez Montalbán (de quien creo haber leído todo), de un segundo libro de Benjamín Black (seudónimo de un escritor irlandés cuyo primer libro me gustó mucho), de una estupenda versión de la Sinfonía Patética de Tchaikovsky (que acababa de escuchar con mi madre por la Filarmónica de Chile), de un CD con buenas canciones de César Isella y de otro que me introdujo a la música de Oscar Peterson.
Le cuento que este tipo de cosas las hago en todas las ciudades que visito, que siempre compro a buen precio (gangas en el mejor sentido de la palabra), que leo, escucho o veo todo lo que compro, y que comparto con ustedes todas estas experiencias (y la música misma, claro). Así, me he convencido de que mis adquisiciones son parte de mi búsqueda del Bello Sino ¿O será un síntoma de alienación?