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Rompiendo la armonía

Columna de opinión por Argos Jeria
Lunes 7 de junio 2010 9:57 hrs.


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Magnífico lenguaje el del cine. En el par de horas que dura Crímenes y Pecados Woddy Allen nos muestra que los malos suelen ganar en el sentido más contemporáneo del término: ser famosos, ricos, premiados y respetados. Así, el prestigioso médico puede mandar matar a su amante y el admirado cineasta puede usar malas artes para robarle la chica al creativo guionista (el propio Allen). Más aún, pueden vivir con su conciencia perfectamente tranquila. Me gustaría mostrarle que muchas veces contribuimos a que este tipo de cosas ocurra. Para hacerlo acudiré a La Celebración, estupenda película danesa de 1998. En ella el padre celebra su sexagésimo cumpleaños con una fiesta familiar en una mansión campestre a la que acuden desde la mañana gran número de parientes con sus parejas, incluyendo los dos hijos varones y una hija; la otra se ha suicidado.

El hijo mayor es un profesional exitoso – treintón – que contrasta con su hermano, un tipo algo torpe que vive varias dificultades. La hermana tampoco lo ha pasado muy bien. El desfile de personajes muestra una gama relativamente normal de gente de varias edades. El almuerzo va avanzando con platos bien aceptados y vinos que van minando las inhibiciones. En algún momento – tras pedir silencio mediante el universal expediente de golpear la copa con su cuchillo – el mayor revela un secreto horrible acerca del comportamiento del padre. La mirada desconcertada de los comensales en un comienzo va dando paso a nuevas conversaciones con los vecinos de mesa; en pocos minutos los asistentes actúan como si nada hubiese ocurrido. Luego de algunos episodios que van revelando algunas actitudes de la parentela, el hermano mayor vuelve a tomar la palabra para insistir sobre su denuncia mientras la cámara muestra la mirada de reproche de la madre, la molestia de varios asistentes y la indiferencia aparente de otros, hasta que un pequeño grupo se para y se lleva al primogénito hacia un bosque cercano donde lo amarran a un árbol.

Por supuesto la película no termina entonces, pero lo narrado es suficiente para subrayar lo que me pareció los dos puntos centrales en la intención del director Thomas Vinterberg. En primer lugar, lo que molesta a los parientes no es el crimen cometido por el sexagenario sino quien osa romper la armonía familiar al hacer una denuncia tan escalofriante. En segundo lugar, el hermano mayor ha mantenido silencio por más de veinte años; habla aparentemente motivado por el suicidio de la hermana quien ha sido víctima, como él, del padre.

Tanto el temor irracional del denunciante como la reacción del colectivo son bastante más comunes de lo que podría pensarse. Lo primero me recuerda la carta de un cientista político chileno a las autoridades de una universidad católica, denunciando a uno de sus académicos quien habría sido su torturador en el estadio Nacional luego del golpe de estado de Septiembre del 73; según el denunciante, lo hacía no tanto como un acto para provocar justicia sino para no seguir evitando referirse al asunto; se cruzaba en múltiples encuentros académicos con el profesor de marras, frente al cual se sentía cohibido, temeroso, paradójicamente culpable de algo intangible. He sido testigo de actitudes parecidas en ambientes familiares y de trabajo, casos en los cuales los parientes o los compañeros – según el caso – encuentran inconfortable el referirse a problemas que muchas veces son conocidos por todos: abusos de poder con alumnos por parte de profesores, con subordinados o discípulos por parte de superiores jerárquicos o líderes espirituales, o con la esposa por parte de su cónyuge. Hacerse el leso o acusar a quien denuncia estos casos de romper la armonía colectiva parece ser lo más cómodo. No parece ser esa la actitud que ayuda en la búsqueda de un mejor destino colectivo, de un Bello Sino.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.