Insertos en la globalización y en las transformaciones que de ella se derivan, nos resulta muy difícil darnos cuenta que nos hallamos inmersos simultáneamente en tres procesos que organizan y estructuran el comportamiento de los países y de los pueblos al comenzar el siglo XXI.
Son ellos, el fin del mundo unipolar, la mutación del orden westfaliano que dio origen a los estados nacionales y la crisis de la “idea de mundo” que generó el occidente judeo-cristiano para imponérselo al resto de la humanidad y que lo colocó como “centro” del planeta. Es lo que algunos han llamado el fin de la modernidad y el inicio de la post-modernidad. Trataremos de explicar cada uno de ellos.
Como ha sido siempre, el sistema internacional responde a los intereses de poder de las potencias. Hoy, la globalización se concibe como un sistema de reglas mediante el cual los países poderosos protegen sus esferas de influencia y limitan las de los demás. Eso incluye los mercados, el tránsito de personas, la propiedad intelectual, el comercio y la inversión. Desde el punto de vista político la estructura organizacional del mundo debería responder a eso. El problema es que, por un lado el peso del poder económico es infinitamente mayor que el del poder político por lo cual el papel de los Estados en la regulación del funcionamiento internacional está subordinado al de las empresas transnacionales y de los grandes capitales financieros. Muchos dirán que eso siempre ha sido así, y están en la razón. La diferencia es que hoy, los entes económicos son actores internacionales que inciden de manera determinante en la toma de decisiones en la esfera mundial. Por otro lado el instrumento creado para ordenar el funcionamiento internacional, la Organización de las Naciones Unidas tiene una estructura obsoleta que responde a la realidad del fin de la 2da. Guerra Mundial y no a la actual. La crisis económica y financiera mundial ha debilitado la capacidad de Estados Unidos de sostener la unipolaridad y el mundo comienza a buscar alternativas. Sin embargo, el sistema internacional no ha tomado nota de esta situación toda vez que el Consejo de Seguridad, verdadero espacio de toma de las decisiones estratégicas sigue organizado como si el mundo bipolar que le dio origen estuviera presente. Mientras esa situación no se normalice, la crisis seguirá rondando porque un instrumento del mundo bipolar no puede conducir las acciones del sistema que hoy existe, mucho menos el del futuro que tiende a la desaparición de la unipolaridad
En otro orden, el sistema internacional como lo concebimos en la actualidad sigue siendo estructuralmente estado céntrico. Así ha sido desde que se empezaron a configurar los estados-nación en el siglo XV. Todavía durante el siglo pasado, la creación de la Sociedad de Naciones primero, y de la ONU después respondió a esa realidad. La primera aunque se llamó de “naciones” en realidad fue una organización de estados centrales, y la segunda tuvo su origen en 1945 fundada por 51 representaciones estatales. El inconveniente ha surgido cuando el espacio internacional se ha ensanchado a partir de la creación del sistema de Naciones Unidas incluyendo sus agencias, el cual responde a una lógica supra estatal que aún hoy, no termina de engranar con el funcionamiento de los Estados. Posteriormente han engrosado la esfera de lo internacional, organizaciones no gubernamentales, empresas transnacionales, gobiernos locales, fundaciones e instituciones humanitarias, organizaciones populares y sociales u otras que se han creado para luchar por determinado tema como el ambiente, la igualdad de género, contra el racismo, el reconocimiento a las minorías, por mencionar sólo algunas. La complicación es que el mundo sigue sin que, -desde el punto de vista organizacional- las decisiones consideren la opinión de estos nuevos actores que tienen una presencia creciente en la representación de los ciudadanos, por el contrario se ha profundizado el monopolio de los Estados como si aún fueran los únicos protagonistas en el siglo XXI. Esto configura una situación anti democrática que no tiene viabilidad en el mediano y largo plazo.
Finalmente, el mundo se ha estructurado a través de un centro político que siempre estuvo en Europa, aunque en el siglo XX se haya desplazado hacia Washington y Moscú. Sin embargo, siguió prevaleciendo el Occidente de las potencias como el que establecía y promovía los patrones de comportamiento, y los valores que deberían imperar en el mundo. Esto ha sido así en un proceso aún más antiguo. Se inició desde que Grecia y Roma fijaran las pautas unos 5 siglos antes de nuestra era, es decir, hace alrededor de 2500 años. Sin embargo, el siglo XXI visualiza la idea de que las potencias dominantes serán China e India y que el mundo musulmán, además de América Latina y el Caribe tendrán un papel importante en el futuro.
Esto nos lleva a una discusión que ha tenido gran realce en lo cultural y artístico, también en lo filosófico, pero no en el ámbito de las relaciones internacionales. La modernidad se presentó en su momento como un proceso emancipador de la sociedad con sus implicaciones en lo político, en lo social, lo ideológico y lo económico. Posiciones antagónicas como la liberal burguesa y la marxista coincidieron en este análisis. Este asunto se sustentaba en la preeminencia de la “razón ilustrada”, es decir de la racionalidad que establecía la libertad y la igualdad por encima de la opresión. Así, se estructuró el mundo moderno y así se organizaron las relaciones internacionales. La razón que predominó fue la de las potencias vencedoras, ello permitió transformarla en razón universal que establecía lo correcto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo. Todavía hace muy poco, en el año 2001 el presidente de Estados Unidos expresó que había un imperio del mal y que para luchar contra él la disyuntiva era estar “con nosotros o con el terrorismo” asumiéndose ese país como el “bien”. De esta manera se le impuso al mundo una escala de valores que partía de una razón única que niega la posibilidad de que existan otras racionalidades en países que tienen una historia, una cultura y una filosofía mucho más antigua y arraigada en su población que la que se tiene en el Occidente capitalista y desarrollado. El siglo XXI augura una crisis en tanto la racionalidad occidental se resista a perder el poder que ostenta desde hace dos milenios y medio a favor de otros pensamientos que impondrán nuevos comportamientos y verdades que delinearán la acción de los ciudadanos, los pueblos y los países y que por tanto provocarán indudables transformaciones en las relaciones internacionales.
Cuando analizamos estos tres fenómenos en su conjunto y estudiamos estos tres escenarios de crisis de manera simultánea sólo podemos concluir que muchos de los problemas contemporáneos surgen de la aceptación de que vivimos en un mundo en profunda transformación, que aún falta un largo proceso de lucha en la que lo viejo debe dar paso a lo nuevo y se establezca una sociedad para vivir bien y en la que todos tengamos un espacio para participar libremente. Por todo ello vale la pena luchar por lo que luchamos y sostener con nuestra convicción y nuestros votos lo que hemos conquistado hasta ahora.