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Uniendo el gesto a la palabra

Columna de opinión por Antonia García Castro
Jueves 2 de agosto 2012 11:12 hrs.


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Hace algunas semanas le escuché a Juan Pablo Cárdenas una reflexión respecto a la política como gesto o como serie de gestos. Si no me traiciona la memoria, su reflexión apuntaba a la dimensión superficial de actitudes y acciones que no pretenden ser seguidas por decisiones acordes, de mayor alcance. Gestos, e incluso gesticulaciones, que no superan el efecto de anuncio, cuando no dicen exactamente lo contrario de lo que pretenden implementar.

Sin duda la televisión como fenómeno masivo sigue influenciando, en mayor o menor grado, el repertorio de los gestos posibles en el ámbito político. El saberse observado –no por unos cuantos y por poco tiempo sino por innumerables personas durante el tiempo indeterminado que permite una grabación y su posterior difusión– implica una relación singular entre gobernantes y gobernados. ¿Ver o no ver? Sería la pregunta. Aunque no haya Constitución que lo señale, el ciudadano es también alguien que ve y puede ser visto. Más de uno sacó conclusiones y se han construido edificios (no sólo teóricos) en torno a esta idea. Es probable que si nuestra naturaleza fuera no tener ojos, la política habría tomado otro rumbo. También lo habría tomado si nuestra naturaleza fuera no tener oídos o ser mudos. ¿Cómo sería la política sin palabras? Quizás ni mejor ni peor. Distinta eso sí. ¿Más austera?

La reflexión de Juan Pablo Cárdenas me recordó dos de esos gestos que podrían figurar en una hipotética historia universal de los gestos políticos. Uno es una lágrima. Otro una mano alzada.

En honor a la verdad, no es seguro que una lágrima pueda ser considerada como gesto. Se podría discutir y entiendo que haya reparos. Pero esa lágrima no se produjo en el silencio sideral sino en el marco de una ceremonia televisiva, transmitida por cadena nacional a todos los hogares equipados con pantalla chica y correspondiente antena. Como en cualquier ceremonia, hubo palabras, entre ellas un pedido de perdón y hubo también una mano tendida. Esa mano del ex Presidente Patricio Aylwin fue la que entregó simbólicamente a la Nación el Informe Rettig, el 4 de marzo de 1991, el primer relato oficial elaborado desde el Estado chileno respecto a crímenes cometidos durante la dictadura. La lágrima impactó. Sin duda no por las mismas razones y de manera diferente según los hogares, los barrios, los sectores, la geografía de la política chilena y los itinerarios de los ciudadanos-televidentes.

Y es que había en esa lágrima algo fuera de lugar. Algo que no parecía haber estado previsto en el protocolo de la ceremonia pero tampoco en el libreto de la historia que nos estaban contando. Más de alguno se habrá preguntado: ¿No está rodando esa lágrima por el rostro equivocado? ¿No habrá surgido algún error en el reparto? Probablemente no. Considerar abiertamente la política como representación incluye una dimensión “espectacular”. La posibilidad de un coup de théâtre. El golpe imprevisto. La intriga. El doble juego. La traición Y hasta el travestismo (en versión shakesperiana). En esa historia universal de los gestos políticos, la lágrima del ex Presidente Aylwin no sería más que eso. Una lágrima que rodó, cayó y se secó o como alguna vez leí por ahí “un pucherito presidencial”. No es posible elucubrar sobre sentimientos reales o fingidos. El corazón es un bastidor sin accesos. Pero se puede acotar que no hubo política que prolongara en el espacio público el sentimiento de empatía que ese día manifestara el Presidente de la República.

Respecto a la mano alzada, se trata de la mano de otro ex Presidente de la República, argentino en este caso: Néstor Kirchner, quien el 24 de marzo de 2004, en su visita al Colegio Militar pidió el retiro del cuadro de Jorge Rafael Videla (y el de Roberto Bignone). Según la prensa el gesto fue acompañado por una palabra: “proceda”. Y el teniente general Bendini procedió. No sin antes esbozar un leve movimiento de la cabeza, acaso una duda. Tampoco en este episodio se puede especular sobre sentimientos reales o fingidos. Lo que sí se puede afirmar es que la mano que indicaba el cuadro no se detuvo ahí, no se alzó meramente para la foto. Pensada en sus más mínimos detalles, la ceremonia marcó simbólicamente la voluntad de subordinar la instancia militar al poder civil y el inicio de una política de ruptura en el ámbito de los derechos humanos, en relación a la que se había dado en gobiernos anteriores. Proceso que culminó, después de la muerte de Néstor Kirchner, con la condena de Videla a 50 años de prisión, el 5 de julio de este año.
Asumiendo el hecho de que demasiadas veces, en diversos lugares, la política puede tomar la forma de una extraña pantomima, tal vez se pueda considerar que no necesariamente los gestos en apariencia aislados, desconectados o desprovistos de profundidad, tienen un sesgo negativo.

Años atrás, Jacques Rancière, filósofo francés, presentó en un congreso una ponencia que evocaba el tema de lo que constituye lo propio de la policía o del mandato policial: “Circulez, il n’y a rien à voir”. Frase común en francés, que literalmente significa: circulen, no hay nada para ver. O sea: “siga su camino”, “no se detenga”, “¡vamos, vamos!”. Recuerdo la sorpresa que me produjeron sus palabras. Hasta ese momento asociaba la lógica policial a la represión y por ende a la detención: la policía era esa fuerza que detiene algo –más bien alguien– que está en marcha. Pero Rancière, sin negar esta dimensión, hacía hincapié en lo otro y sobre todo en lo que, por oposición, constituía a sus ojos lo propio de la política: “Refigurar el espacio”, escribió más tarde, “refigurar lo que, en ese espacio, hay que hacer, hay que ver, hay que nombrar”. Como si lo político, el acto político por excelencia consistiera justamente en detenerse un instante negándose a circular. También en ese caso se trataba de gestos. El gesto del policía que agita un brazo indicando que se puede y se debe pasar. Y lo que sería, entonces, el más sorprendente de los gestos políticos. El del ciudadano común que uniendo el gesto a la palabra podría plantarse ante la autoridad, levantar una mano y decir: “Momentito, por favor. No estoy seguro de querer pasar”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.