Los resultados se habían retrasado ante la voluntad de las autoridades de dar un resultado que no sufriera modificaciones. Finalmente, el candidato Maduro ganó las elecciones con el 50,66% de los votos, frente al 49,07% de Henrique Capriles. Con el 99,12% de las mesas escrutadas, el Consejo Nacional Electoral (CNE) aseguró que los resultados son “irreversibles”.
Durante la madrugada de este lunes, analistas y dirigentes políticos trataban incipientemente de descifrar las claves del conteo final. Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Popular y segundo hombre del Chavismo, afirmó en su cuenta de twitter que a “profunda autocrítica nos obligan estos resultados, es contradictorio que sectores del Pueblo pobre voten por sus explotadores de siempre”. Mientras, el presidente electo afirmó que “muchas cosas tienen que cambiar, junto al pueblo las haremos para que la Revolución sea reimpulsada”. Porque el triunfo, si bien es nítido y está validado por el moderno sistema de conteo, abre un nuevo ciclo político cuando la expectativa generalizada era que el proyecto boliviariano acrecentara su hegemonía en la sociedad venezolana.
Ocurrió esta noche, de todos modos, que el liderazgo entrante de Nicolás Maduro logró imponer un meditado artefacto de ingeniería política, cuyo punto de partida fue la última intervención pública de Hugo Chávez, en diciembre pasado. En esa aparición, cargada de simbolismo y empecinada en que la sobriedad atajara a la emoción, el fallecido líder de la Revolución Bolivariana evitó un discurso de despedida y privilegió concentrar la atención en un mensaje breve: el sucesor es Maduro. Con ello, zanjó el problema del vacío de autoridad que hasta la víspera parecía lejano y ahora podría abrirse, pero evitó que se desbordara la cohesión del oficialismo.
Desde aquella fecha el ahora presidente electo, junto con manejar la información y pavimentar lentamente la despedida pública de Chávez, ha ido mutando desde el político amable de antaño al operático que es hoy, impelido a hacer lo posible por ocupar el liderazgo con carisma del fallecido comandante. Ha prometido continuidad -colmando la campaña de la figura de Chávez y presentando su mismo programa de gobierno- pero también ofreciendo sus propios acentos -con énfasis en el combate de la delincuencia y con un relato cargado de religiosidad católico pagana-.
Los venezolanos han respondido, porque más allá de las dudas una mayoría supo lo que está en juego. Se ha dicho que si hay una razón por la que el Chavismo no sólo ha recibido apoyo electoral, sino que moviliza, es porque ha cambiado de modo tangible la vida de los venezolanos desposeídos. Qué mejor ejemplo que el de la vivienda, cuya deuda pública, según el censo realizado después de las inundaciones de 2010, ascendía a la friolera de 2,5 millones. El Gobierno no sólo se ha hecho cargo de la cantidad, al ejecutar un programa que completará 2 millones de viviendas durante los próximos años, sino que lo ha hecho ocupándose del amoblado y procurando la cohesión territorial entre clases sociales. Es decir, ha impedido que los más pobres se vayan a la periferia, utilizando y a veces expropiando territorios en las zonas céntricas e incluso acomodadas de las ciudades. Esos miles de venezolanos saben que sin Chávez jamás lo hubieran logrado. Y ahora proyectan esa lealtad en Maduro.
Si se quiere un dato todavía más duro, ahí está el de la pobreza. Gracias a la política de recuperar el control público para financiar recursos sociales, desde 1999 la tasa disminuyó en un 37,6% y la de pobreza absoluta en un 57,8%.
Sin embargo, no sólo de lo asible está hecho el Chavismo. Desde sus primeros tiempos, ha tenido una especialmente lúcida comprensión de la importancia del “relato” en política, para diferenciarlo del gobierno de Piñera según la terminología de Pablo Longueira. Para ello, Chávez se valió especialmente de Bolívar y su aura de libertador y latinoamericanista. Así, por ejemplo, dentro del concepto “boliviariano” tiene pleno sentido la política internacionalista que ha favorecido a otros países de la región y al mismo tiempo ha hecho posible la creación de un polo. Pero ahora, además, sobre el nuevo liderazgo de Maduro sobrevuelan Simón, Hugo y una religiosidad pagana que permite, incluso, que los seres del más allá se expresen en el revoloteo de un pajarillo. Este factor, que hasta ahora parecía constituir una ventaja frente a la indigencia semiológica de la candidatura de Capriles, deberá ser revisado como uno de los factores que podrían haber desalentado al electorado oficialista.
En aquel empeño llamado la “batalla de las ideas”, entendió bien el Chavismo, era fundamental enfrentar la desregulación del espacio mediático, una de las principales falencias de las actuales democracias de América Latina. El golpe de Estado fallido de 2002, entre muchas otras lecciones, le dejó al oficialismo una fundamental: los medios de comunicación sí pueden ser decisivos para desestabilizar un gobierno. Desde entonces, se inició una ofensiva interna contra los grandes consorcios, junto con la creación de medios estatales y, en el resto de Latinoamérica, se decidió disputar la hegemonía informativa de las cadenas estadounidenses a través de proyectos como Telesur.
Esta idea ya ha sido planteada, entre otros, por el comunicólogo español Manuel Castells en su última obra publicada, “Comunicación y Poder” (2009): “el poder se basa en el control de la comunicación y la información, ya sea el macropoder del Estado y de los grupos de comunicación o el micropoder de todo tipo de organizaciones (…) el poder depende del control de la comunicación, al igual que el contrapoder depende de romper dicho control”. La política mediática del Chavismo ha sido alabada por los sectores progresistas en la región, aunque también ha recibido críticas de organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Al respecto, Maduro ha salido a defender lo realizado en una entrevista concedida esta semana al Fohla de Sao Paulo, donde recordó que el 80 por ciento de los medios en el país siguen siendo de oposición y que el Gobierno tiene el derecho de defenderse de los intentos golpistas mediáticos.
Ahora que el traspaso del capital político de Chávez a Maduro funcionó, aunque dificultosamente, el presidente electo deberá enfrentar algunos problemas que en los 14 años de mandato del líder bolivariano no decantaron o simplemente se les esquivó. El más sensible para la población es el de la in-seguridad ciudadana, signada en tiempos de Chávez como una operación comunicacional de la derecha para desprestigiar al Gobierno. Maduro, en cambio, tomó este tema como uno de los ejes de campaña y pasó a la ofensiva usando el manual del oficialismo: medidas concretas acompañadas de la dimensión simbólica. En este caso, el plan se llama A Toda Vida Venezuela, pero la misión es a “construir una cultura de la paz” y a hacer “un gran movimiento nacional, donde nos involucremos todos, medios de comunicación, movimientos culturales, los ciudadanos de a pie”.
El otro gran tema es el de la macroeconomía, el cual tiene al menos cuatro niveles: transformar estructuralmente la sociedad para que el combate a la desigualdad sea viable en el largo plazo, más allá de las políticas de gobierno; controlar los incipientes pero preocupantes signos de inflación advertidos en los últimos meses; reinvertir en la industria petrolera para mantener su amenazada competitividad internacional; y diversificar la economía para no depender exclusivamente del petróleo, puesto que el Chavismo, si bien recuperó el control estatal del combustible fósil, no ha salido del modelo exportador primario de la era anterior.
Después de este interregno, Nicolás Maduro deberá mostrar su liderazgo ya sin la dependencia ni la ventaja electoral de Hugo Chávez. Pero nunca tanto: cada vez que antes aparecía el fallecido comandante, era observado desde atrás por el retrato de Simón Bolívar.