En los años cincuenta los críticos de la revista Cahiers du Cinema instalaron lo que se conoció como “Política de autor”, haciendo ver que en un grupo de películas dirigidas por la misma persona era posible reconocer rasgos estéticos e interés por ciertos temas de manera semejante a lo que pasaba en literatura, música o artes plásticas. Esta lógica de la autoría cinematográfica resultaba tremendamente novedosa en un momento en que el cine estaba dominado por la autoridad de los grandes estudios y en que los realizadores cumplían sus labores siguiendo las indicaciones de los poderosos productores. Fue el cine Hollywoodense y enfocado en las audiencias -el cine dirigido por realizadores de oficio como Alfred Hitchcock, John Ford, Billy Wilder y otros- el que demostró que, a pesar de los límites de los géneros e incluso trabajando sobre guiones ajenos, era posible considerar el trabajo cinematográfico como un cuerpo de obra de un artista. Cuerpo de obra que expresa sus propios intereses y obsesiones temáticas y estéticas.
Con el paso de las décadas, se produjeron varios cambios que hicieron que el cine de autor se fuera separando cada vez más del cine de audiencias. La consolidación de los festivales como espacio dedicado las cintas de mayor interés artístico, versus el que se da en las salas comerciales, y la proliferación de escuelas de cine ligadas al arte contemporáneo y lo experimental, podrían considerarse entre las razones para este alejamiento entre la autoría y el cine masivo. Y aunque hoy es evidente que a nivel internacional hay importantes autores cinematográficos que han logrado hacerse un nombre a punta de filmes de buen nivel y amplio interés en el público, en Chile parecía ser que hacer cine pensando en la audiencia, era igual a hacer películas con pocas pretensiones y regular calidad.
Desde hace un par de años que el cine chileno viene llamando la atención por su sostenida producción en calidad y cantidad, recogiendo premios y buenas críticas en el circuito de festivales internacionales. Pero ese éxito no se ha traducido en llevar más público a las salas. A los prejuicios comunes ante el cine chileno –tristemente aún mucha gente cree que es “muy político” o que no está bien hecho-, se suma que varias de las películas que llegan a cartelera resultan de escaso interés para una audiencia amplia, por lo específico de sus temas y una construcción formal que resulta difícil para gran parte del público. Y aunque cada realizador tiene absoluta e incuestionable libertad para hacer el cine que quiera, interpelando a espectadores específicos, especializados u objetivamente festivaleros, el efecto en salas no sólo influye en el destino de esa película en particular, sino también en la manera en que como chilenos vamos construyendo nuestros imaginarios comunes.
Por eso resulta tan entusiasmante lo que está pasando con “Gloria”. Sebastián Lelio había logrado buenas críticas y reconocimiento en festivales internacionales con sus tres películas anteriores, pero a nivel de salas no había alcanzado demasiada atención. Con este proyecto decidió, junto con su co guionista Gonzalo Maza, hacer una película claramente enfocada en la audiencia. La gracia es que en ese proceso no pierde nada de lo que nos había interesado en sus películas anteriores –la detención en la interioridad de los personajes, de la revelación de sus procesos a través de una cámara inquieta que los acosa y acompaña- sumando a ello una seguridad en la honestidad del material y un cariño por lo que muestra, que se hace contagioso para el espectador.
El personaje de Gloria resulta irresistible por su imperfección, lo que la hace atractiva para una audiencia mucho más amplia que aquella que comparte su género y edad. El alabado trabajo de Paulina García luce gracias a una puesta en escena que le da espacio, y le permite al público acompañarla en sus esperanzas y desilusiones e identificarse con ella, y con esta ciudad efervescente que habita. Santiago también luce en la película, no como una ciudad glamorosa de rascacielos, sino como una de galerías, de movilizaciones, de gente.
Con “Gloria”, Lelio se atreve a meterse en una dimensión que ha sido tristemente dejada de lado por la intelectualidad artística, la de las emociones. Pero lo hace con gracia y sentido del humor, no apelando al facilismo sino construyendo un personaje y una historia que logra importarnos, que nos da para pensar y conversar después de la película, para compartir que hay en Gloria algo de todos nosotros, que nos permite mirarnos en pantalla grande y salir con una sonrisa y ganas de bailar. Esa experiencia cinematográfica se agradece y se comenta, por lo que apostamos a una larga vida para “Gloria”.