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Más allá de la contienda

Columna de opinión por Antonia García C.
Martes 9 de julio 2013 6:37 hrs.


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Destruir no tanto individuos sino estructuras políticas y destruir al mismo tiempo la posibilidad de toda acción colectiva fue sin duda uno de los objetivos de las diversas dictaduras que padecimos desde mediados de los años 60 del siglo pasado. Me refiero a nuestro continente. Pero, en nuestro país, fueron los gobiernos civiles democráticamente elegidos los que actuaron de manera a desprestigiar, marginalizar y, en ocasiones, criminalizar esa misma acción colectiva cuando empezó a quedar claro que la dictadura no había logrado destruir totalmente nuestra capacidad de movilizarnos en pos de tal o cual descontento, en pos de tal o cual esperanza. Muchas veces los dos términos van juntos. No siempre, es cierto. Pero en suficientes ocasiones como para pensarlos en relación. Descontento, esperanza. Esperanza, descontento.

Hay ahí, en ese espacio entre las dos palabras, algo que nos dice día a día lo que somos. ¿Qué nos genera indignación? ¿Qué nos genera esperanza? ¿Cómo se relacionan ambos términos con la esfera pública? ¿Con la esfera privada? ¿Por dónde pasa la frontera? Es decir, por ejemplo… Cuando sueño con mis hijos –como decía uno y justo era mi padre–, cuando deseo que mis hijos tengan “una vida digna”, ¿estoy soñando sólo con mis hijos o “con todos los hijos de un pueblo, de una patria, del mundo”? Porque de eso se trataba. Para muchos, de eso se trataba: no limitar el sueño al pequeño espacio en que me muevo; pensar en grande, esperar en grande pero, sobre todo, construir en grande. Proyectar una comunidad de esperanzas. Afirmar la voluntad de trabajar junto a otros para otros. Hacer de ese trabajo colectivo una realidad.

Ese sujeto tardó más o menos 70 años en construirse en Chile. Desde un inicio fue sistemáticamente combatido y a través de las más variadas formas. La última fue también la más refinada. La que consistió en convencer a gran parte de la población que la política es y debe ser asunto de unos cuantos. Los que saben. Los competentes. Los supuestamente preparados. La élite gobernante por un lado. La masa gobernada por otro. En los últimos veinte años se gestó una clase política que fue abundante en palabras y mezquina en su accionar. Y así, abundante y mezquina, tuvo éxito en lo que probablemente fueron sus objetivos: evitar los cambios radicales, suprimir la idea misma de cambio radical. ¿Mueren los sujetos colectivos? ¿Esos sujetos que a veces llamamos políticos? Puede ser. Y si mueren, ¿renacen? ¿Pueden llegar a renacer? ¿Tienen algo que ver los estudiantes de hoy con los obreros del salitre? ¿Hasta qué punto sí? ¿Hasta qué punto no? ¿Quién contará la historia del descontento en Chile? De nuestras pugnas. De nuestras esperanzas. ¿Tenemos esperanzas?

Yo las tengo. Hablo desde un espacio infinitamente pequeño como puede ser el de una hoja en blanco. Pero esa hoja, cada vez que termino mi trabajo, cuenta con gente. Así, hace unos días me informaron de una experiencia que llevaron a cabo unos estudiantes chilenos que se preparan a ser profesores de la enseñanza básica. En el marco de su formación, se les había encargado realizar un teatro de títeres. Los aprendices no respetaron totalmente la consigna. Idearon una caja de unos cuantos metros cuadrados y trabajaron en ella… En el más reducido de los espacios, ellos actuaron, bailaron y contaron una historia entre luces y sombras. Una historia donde se conjugó, de la más delicada manera, lo que serían ciertas tradiciones de nuestros pueblos autóctonos y un voluntarioso discurso a favor de los derechos del niño. En especial: del derecho a ser niño… No voy a dar detalles pero es notable que los profesores que tuvieron que evaluar la experiencia no sancionaron el pequeño desliz en relación a las pautas del trabajo. Celebraron la creatividad, la doble representación que tuvo lugar. La historia contada y la otra: la de los aprendices buscando, al igual que sus personajes, un camino. En este caso, para pensar y hacer educación de otra manera. Un cambio. Desde la caja.

¿Cuántas cajas similares se están gestando hoy en Chile? El que lo sepa que se calle. No hay que decirlo. Lo justo y necesario para no desesperar. Para tener conciencia que desde los más diversos lugares y no sólo desde la calle se están reconstruyendo relaciones sociales que son –por supuesto– relaciones políticas. En ellas se juega una visión de todas las cosas y una manera de trabajar, de construir, de proyectar.

Sigo pensando que en estos espacios ponemos también a prueba nuestra responsabilidad como ciudadanos. Porque si la gran encrucijada en la que nos encontramos hoy es continuidad o cambio, como han señalado diversos analistas, no es posible pensar que esto atañe solamente a nuestros representantes. Esta encrucijada precede y va más allá de cualquier tipo de elección. Tiene que ver con la continuidad y los cambios que cada uno de nosotros promueve todos los días en los diversos espacios en los que le toca actuar: como profesional, como miembro de una familia, como miembro de diferentes grupos sociales. Esta micropolítica o, si se prefiere, esta dimensión ordinaria de la política quizás no sea tan anecdótica. Nos remite, entre otras cosas, a la necesidad de cuestionar las categorías mismas de representados y representantes, de gobernados y gobernantes. A la voluntad de ser parte. De reapropiarnos o más bien de familiarizarnos con cierta idea de la política como camino, como búsqueda conjunta, como creación común y no sólo como contienda que se gana o se pierde.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.