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Año XVI, 18 de abril de 2024


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Ladrones solidarios

Columna de opinión por Sohad Houssein
Viernes 4 de abril 2014 23:42 hrs.


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Mientras se despedía de La Moneda, el ex Presidente Sebastián Piñera destacó, en reiteradas ocasiones, el progreso económico que en el siglo XXI ha alcanzado la que fuera la colonia más pobre del Virreinato: Chile. Y es quizás en esos orígenes en el pauperismo que se formó relación con los recursos y los objetos de los habitantes del nuevo rico del barrio.

Llama la atención cómo los chilenos nos relacionamos con el dinero y las cosas. Por una parte está la antigua y tan noble tradición, honrada por las generaciones anteriores, del ahorro, la austeridad, el ser precavidos (porque acá las catástrofes ocurren seguidas y sin aviso), ser modestos en el uso de los recursos. Eso de guardar la plata bajo el colchón por si pasa alguna desgracia.

Sabemos que con la masificación del crédito y el consumo todo cambió. Y de la humildad pasamos al derroche, al consumo desmedido; al mal gusto, en muchos casos, y, por cierto, al sobre endeudamiento.

Pero  en el análisis acerca del uso de los recursos económicos en los distintos sectores sociales abundan los estudios y expertos, incluso aquellos que les indican a los publicistas y a las empresas las estrategias más eficaces para convencer a las personas de gastar más de lo que tienen y de comprar más de los que necesitan.

Lo que llama profundamente la atención es la relación que tenemos con la propiedad de los otros y cómo variamos tan drásticamente del hurto compulsivo a la solidaridad apasionada.

En el extranjero cargamos con la lamentable chapa de ladrones, y dentro del país a diario superamos nuestros propios récords. Como aquellos intrépidos que la noche del jueves entraron a robar a la cárcel de Valparaíso (aunque parezca increíble); o los buenos ciudadanos que se roban el instrumental para la medición de actividad sísmica instalado en el desierto; o aquellos faranduleros que les hurtaron las cámaras del filmación al equipo que hacía la película sobre los 33 mineros en el norte. La apropiación indebida es masiva, y extendida en todos los niveles. Eso lo sabemos, pero personalmente no dejo de escandalizarme cuando me entero del robo de  concentrado de cobre en Codelco, por un valor estimado en unos 45 mil millones de pesos, sólo por nombrar el ejemplo más reciente de estos crímenes “de cuello y corbata”; y  también cuando constato el hurto del mobiliario público, del papel higiénico, de las ampolletas, ¡hasta de las plantas de la calle!

Pareciera que hurtar está permitido. Es una práctica social que se ha incrustado en nuestra cultura como un quiste inoperable. Y aunque hay situaciones en que puede ser comprensible y poco reprochable, como cuando es la única alternativa (y sólo temporal) para sobrevivir. U otras circunstancias para las que vale un análisis diferente, como cuando el robo se presenta como una forma de manifestar el rechazo a la desigualdad, como la más pura expresión del resentimiento social.,  Porque muchas veces es por el sólo hecho de robar, sin que medie necesidad o intención subyacente,  es por “hacer daño” a lo que no es mío. Muchas otras es por aprovechar la oportunidad, por la tan conocida “cultura del winner”. Porque se puede, porque no pasa nada y porque no me importa el resto.

Pero convengamos en que las ciudades, las oficinas, las escuelas, los servicios públicos, las plazas y hasta los baños serían bastante distintos, y mejores, si nadie se apropiara de las cosas y los recursos se pudieran destinar no sólo a dejar de reponer lo que desaparece y  a aumentar las medidas de seguridad, sino también a mejorar paulatinamente estos espacios, demandas muy sentidas de la ciudadanía en general (y, por lo tanto, de muchos “ladrones” también). ¡Cuántas iniciativas que deben basarse en la confianza en las personas se han debido postergar o suspender porque se roban las cosas!

Pero en contraste con esta actitud de displicencia hacia el daño que el hurto o robo genera en las otras personas, cada vez que ocurre una catástrofe natural, las chilenas y los chilenos no dudamos en organizar campañas de ayuda a los damnificados. Surgen las redes de apoyo y los ejemplos personales y colectivos de la más profunda humanidad y solidaridad (con las que la televisión se regocija y hace fiesta).

La responsabilidad del Estado de reponer la infraestructura pública e ir en ayuda de los afectados no se cuestiona, pero tampoco se deja toda la responsabilidad en sus manos, porque si un compatriota sufre debemos ir en su socorro. Pero esto parece no pasar por la mente de quienes se llevan hasta las señales del tránsito para la casa, de los que se roban todo lo que no esté soldado, encadenado o electrificado, con la certeza que ya vendrá otro a reponer, a arreglar y a pagar las consecuencias.

El bienestar común y el drama humano particular no se cruzan en las reflexiones nacionales sobre el uso de los recursos, especialmente en relación con los ajenos, y más aún con la administración de los recursos fiscales, que son de todos, por lo tanto, de nadie. La solidaridad es buena no sólo por sus efectos materiales, sino especialmente por las expresiones humanas y sociales, pero no puedo dejar de preguntarme cómo sería la antigua provincia más pobre del Virreinato si fuéramos igual, o incluso menos, solidarios, pero nada o menos ladrones.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.