Pero la historia se complicó. Y es hacia la mitad del metraje cuando hay un momento de inflexión, que retuerce los caminos por los que parecía inicialmente andar este documental. Dos hombres (Miguel Ángel, uno de los protagonistas; y su hermano), ambos ya en sus sesenta años, tienen un diálogo difícil, emotivo. A él le sigue, luego de una breve secuencia iluminada solo por linternas y que se instala quizá entre las mejor logradas del cine chileno reciente, un relato adolescente, rayano en lo escatológico.
La operación, que en una primera mirada puede interpretarse como insensibilidad, o excesiva distancia, le sirve en realidad al director para develar una conexión más íntima y atávica de lo que podrían sugerir en un principio ambas macrohistorias: puro humano (y corporal) miedo.
Hay un concepto de Raymond Williams (1921-1988) que bien refleja el tipo de contradicciones que son el motor de la película. Se trata de la “estructura del sentimiento”; una idea a la que el mismo autor quiso renunciar momentáneamente, pues presentaba más claroscuros que certezas —“tan firme y definida como lo sugiere la palabra estructura, aunque opere en los espacios más evanescentes y menos tangibles de nuestra práctica”—. Esta “estructura del sentimiento” vendría a ser el resultado de la interacción de todos los elementos culturales (pasados y emergentes) de una determinada sociedad. “Un compositum donde los tonos, los matices, los deseos y las constricciones son tan importantes como las ideas o convenciones establecidas” (Beatriz Sarlo).
Es, si así se puede resumir, el cierto tono de una época. Y con eso logra dar El vals de los inútiles. El espectador se ve envuelto de manera paulatina en una nube —que no es solo metáfora, a la vista de la gran cantidad de gas lacrimógeno que se cuela a la pantalla— de fragmentos y subjetividades aparentemente inconexos, pero que, en definitiva, nos están definiendo como colectivo.
El movimiento social no es aquí mero telón de fondo —como vimos, por ejemplo, en Gloria (2013)—, sino que aparece como un ente vivo, que se hace carne en los sujetos que la sostienen y sus vicisitudes. En esta película nos centramos en dos: Miguel Ángel, que no tiene nada que perder (porque ya perdió mucho); y Darío, un estudiante del Instituto Nacional que siente que está arriesgando demasiado. Pero ambos corren. Por un atisbo de futuro, que es, ante todo, una meta simple y concreta: 1800 horas.
A tres años de su filmación y en medio de la reactivación del conflicto, el documental se abre a nuevas lecturas que tienen, ante todo, el sabor de la deuda. A que faltó tan poco. A que estamos cansados ya, pero hay que seguir corriendo. Por Darío y por Miguel Ángel.