Lo sucedido con el renunciado ministro Secretario General de la Presidencia, Jorge Insunza, recuerda un poco a lo que ha pasado a veces en México, cuando se descubre que el zar antidrogas resulta ser parte de un cartel de narcos. Acá en Chile el secretario de Estado tenía entre sus principales tareas llevar adelante la agenda de probidad surgida de la Comisión Engel; pero resulta que sus propias actividades como parlamentario lo hacían parte del club de políticos ímprobos.
Claramente, las 107 horas que la Presidenta Bachelet dedicó a comienzos de mayo a pensar en un nuevo gabinete no incluyeron un escrutinio básico de antecedentes de sus nuevos ministros. Un simple vistazo a Wikipedia hubiese sido suficiente. Entre 2011 y 2013, Insunza se desempeñó como gerente de Imaginacción. La consultora fundada por Enrique Correa, que se dedica al lobby, tiene entre sus clientes una larga lista de empresas que hoy están cuestionadas. Entre ellas Penta. Pero la caída de Insunza se debió a que su propio partido, el PPD, le quitó el piso al conocerse que, siendo congresista y miembro de la comisión de Minería de la Cámara de Diputados, elaboró informes para Antofagasta Minerals, compañía perteneciente al Grupo Luksic. A esto se sumó que ayer domingo varios miembros de la comisión Engel salieron dando entrevistas a El Mercurio en que cuestionaron la permanencia de Insunza en su cargo, a la luz de que su trayectoria iba en directa oposición a las recomendaciones que ellos habían realizado a petición de la propia mandataria.
Y así, mientras Bachelet estaba en París, el palacio de gobierno estaba nuevamente en llamas.
“Bachelet ya da más pena que rabia”, afirma en privado un prestigioso analista nacional. “Su ineptitud política se comprueba hasta para nombrar los cargos”.
A estas alturas la ciudadanía se está acostumbrando a la seguidilla de errores políticos y comunicacionales de La Moneda, muchos de ellos autoinfligidos. El lema Que se Vayan Todos —que las barras del fútbol chileno copiaron a los piqueteros argentinos de comienzos de la década del 2000— está comenzando a sonar cada vez más fuerte en varios movimientos sociales.
Si bien ese eslogan refleja la frustración política que siente una parte importante del país, no deja de ser una frase vacía. Dado el diseño institucional chileno y la histórica aversión a la violencia política de la centro-izquierda, lo más probable es que las cosas siguen tal cual, al menos hasta la próxima elección presidencial y legislativa.
Maurice Zeitlin, un sociólogo estadounidense, sostuvo en su libro “Las Guerras Civiles en Chile” publicado en 1984, que uno de los problemas de nuestro país es que nunca tuvo “revoluciones burguesas”, como la de 1776 en Estados Unidos, la de 1789 en Francia, o la de 1849 en Alemania, por nombrar algunas.
Entonces, si la historia sirve como guía, los intentos clave de emancipación que han ocurrido en Chile, como en 1890 bajo el gobierno de José Manuel Balmaceda, o en 1970 con Salvador Allende, tuvieron como respuesta una reacción contundente de la derecha y los militares. Y la última respuesta, la de 1973, fue tan dura y categórica que no nos hemos recuperado del todo hasta el día de hoy.
En Chile nunca ha sucedido algo como lo ocurrido en Bolivia en 1875, cuando turbas políticamente descontentas quemaron el palacio de gobierno en La Paz, dando de paso origen al nombre actual de la sede de gobierno: Palacio Quemado.
Así, deberíamos conformarnos, de momento, con aceptar nuestra idiosincrática “gradualidad”. Pero de manera un poco más radical. Por ejemplo, desnudando la precampaña de Michelle Bachelet. El hecho de que la mandataria haya tirado al agua a su ex hombre de confianza Rodrigo Peñalillo, afirmando en una reciente entrevista a radio Cooperativa que ella jamás autorizó ni supo nada de su supuesta precampaña hasta que retornó desde Nueva York a Santiago en marzo de 2013, es una falacia.
Por cierto, las palabras de la Presidenta suenan muy similares a un reciente informe político de Imaginacción, publicado el viernes 29 de mayo. En este se afirma: “Para que haya una precampaña debe haber candidato, cuestión que no existiría en el caso de Michelle Bachelet, quien no había tomado su decisión en los tiempos en que se habrían realizado las recaudaciones y gastos conocidos. Así las cosas, las supuestas iniciativas individuales en este sentido, señala el Gobierno y algunos dirigentes políticos, deberían ser asumidas por quien las efectuó”.
Sin embargo, los hechos muestran todo lo contrario.
En efecto, la precampaña de Bachelet partió en los últimos meses de su primer gobierno. Estando en la cresta de una ola de popularidad que la mantenía en torno a un 80% de aprobación, ella y sus asesores se aseguraron de no hacer nada que pudiera dañar su reputación. Por eso, no puso a disposición su enorme capital político de 2009 para avanzar en reformas importantes. Y por eso no le importó que, pese a su status de rock star político, traspasara el bastón de La Moneda a la oposición. ¿Por qué? Porque, gracias a las reformas constitucionales de 2005, sabía que podría volver a postular a la presidencia en 2013.
Desde el mismo día en que dejó La Moneda en marzo de 2010, sus colaboradores ya estaban pensando en retornar cuatro años después. Muchos de ellos, algunos asesores muy cercanos, se pasaron los cuatro años del gobierno de Piñera sacando cuentas alegres respecto a su eventual retorno al poder en marzo de 2014. Durante esos años las encuestas del CEP, Adimark y otras consultoras mostraban que la popularidad de Bachelet seguía intacta. Así, desde marzo de 2010 estaba claro que ella iba a ser la próxima candidata y posible presidenta de Chile. Ella puede decir que no lo sabía, pero todos en torno a ella, incluyendo a millones de chilenos, lo sabían.
El hecho de que Bachelet afirme que no sabía de esta precampaña ni de las platas para financiarla, es lo que la ciencia política anglosajona llama “plausible deniability”: una “negación creíble”. En otras palabras, se trata de la capacidad de negar cualquier conocimiento o responsabilidad por acciones condenables realizadas por otros (normalmente subalternos), debido a una falta de evidencia que pueda confirmar su participación.
Parece que en Chile estamos entrando en nuestra propia era de Watergate.