Fue otra semana terrible para La Moneda, en un año que va camino a ser el más miserable políticamente desde el fin de la dictadura en 1990.
El proyecto de carrera docente estuvo a punto de descarrilarse. Aunque se trata de un plan que a estas alturas ya no cuenta con el apoyo de casi nadie de los involucrados, a último minuto el gobierno logró que la Cámara de Diputados aprobara la idea de legislar.
Para empeorar aún más las cosas, un carabinero de la comuna de La Reina fue baleado y casi muere, mientras que un minero en El Salvador murió por una bala disparada por Carabineros. Parece que Chile volvió a los sangrientos años de comienzos del siglo 20.
En medio de la vorágine ya habitual de todas las semanas, la Presidenta Michelle Bachelet trató el lunes pasado retomar su papel de madre bondadosa de la nación al anunciar el fin de la cotización obligatoria del 7 por ciento de los ingresos de los jubilados para pagar por su salud. Los expertos comunicacionales de La Moneda montaron un punto de prensa, que incluyó el obligatorio té de la mandataria con unos viejitos para subrayar este logro que, por cierto, vienen persiguiendo gobiernos de distintos signos hace más de una década.
Mientras que el gobierno trata de recuperar con cierto desespero la “cariñocracia” que ha marcado la relación entre Michelle Bachelet y el pueblo, La Moneda ha ejecutado en paralelo una estrategia comunicacional desesperada. En medio de la gran crisis de confianza de 2015, la nueva especialidad comunicacional del palacio de gobierno es lanzar frases y conceptos que cada uno puede interpretar a su antojo.
El “proceso constituyente” -que la Presidenta anunció al final de su discurso de fines de abril que daba cuenta de las recomendaciones anti corrupción de la Comisión Engel- fue interpretado por unos como una renuncia definitiva a la asamblea constituyente; pero otros lo vieron como una señal de que se daban los primeros pasos en esa dirección. Después de todo, la mandataria había mencionado cosas como cabildos, algo que suena a participación popular. En rigor, los cabildos fueron instituciones coloniales de España que permitieron la participación de los habitantes criollos –la mayoría perteneciente a las clases acomodadas- en la toma de decisiones y administración de asuntos municipales.
Después vino la ya famosa frase presidencial de “realismo sin renuncia”. Nuevamente, cada uno la ha interpretado a su manera. Para gente como Enrique Correa, el gran lobista y ex ministro de Aylwin, o Carlos Peña, el rector de la Universidad Diego Portales y columnista dominical de El Mercurio, se trata de un pragmatismo saludable: una suerte de vuelta a la política de “a la medida de lo posible”. Para otros, en cambio, la palabra clave de la frase, en una suerte de desliz freudiano, es “renuncia”. Es decir, el gobierno decidió ponerle freno a su agenda de reformas para apaciguar los ánimos beligerantes de los poderosos grupos de interés contrarios a éstas.
Esta política de la vaguedad no es casual. Para una presidenta cuyo capital político se ha basado históricamente en su apoyo popular en las encuestas, asegurarse de “nunca quedar mal con nadie” es el nudo gordiano mismo de su quehacer político como jefa de Estado. Entiéndase que el “nadie” en Chile lo suele constituir un grupo influyente y poderoso que, por lo general, adscribe a la derecha.
La excusa oficial para este cambio de rumbo político del gobierno es el débil desempeño de la economía. Se trata de un argumento plausible en un país como el nuestro, en el que los economistas han ejercido la doble función de chamanes y poseedores de verdades matemáticas. Sin embargo, es un argumento falaz.
Por ejemplo, la salida de Alberto Arenas, el primer ministro de Hacienda en llevar adelante una reforma tributaria desde Alejandro Foxley en 1990, fue un sacrificio político no uno económico. Después de todo, gran parte de la desaceleración de nuestra economía se debe a que China crece menos que antes y, por ende, compra menos cobre chileno que antes.
El despido de Arenas fue una señal de apaciguamiento hacia un empresariado en pie de guerra por la afronta de querer recaudar más tributos entre sus filas. No hay que perder de vista que desde las reformas de los años 70, bajo la dictadura de Pinochet, el empresariado local ha gozado de un poder que no tenía desde la dulce época del “salvaje oeste” de mediados del siglo 19.
Ciertamente, la reforma de Arenas adolecía de varios problemas técnicos (a juicio de los propios economistas y empresarios), y también de problemas políticos (como afinarla en el salón de té de Fontaine y en la cocina de Andrés Zaldívar). Pero, después de todo, recaudaba para el fisco un 3 por ciento adicional del PIB.
La presión económica-empresarial, que se aprovecha de la ignorancia general que tenemos los chilenos promedio en estos temas, ahora nos trata de convencer que lo crucial para volver a crecer es la inversión privada (de las empresas, claro). Sin embargo, nadie nos dice que una clave para que se produzca esa inversión es el ahorro. El ahorro de todos nosotros. ¿Por qué? Los ahorros se suelen depositar en instituciones financieras. Y éstas usan ese dinero para otorgar préstamos a las empresas que quieren invertir o expandir sus negocios.
Sin embargo, nadie ahorra en Chile. Según un del Banco Central la tasa de ahorros de los chilenos en 2014 fue de 9,4 por ciento de los ingresos disponibles. En cambio, el mismo reporte muestra que el endeudamiento promedio de los hogares alcanzó el año pasado 61 por ciento de los ingresos disponibles. Fue la cifra más alta desde que se registran estos datos. En otras palabras, ello confirma algo que todos sabemos y muchos experimentamos: para pertenecer a la clase media hay que endeudarse.
Entonces, la economía es sólo una excusa para poner el auto en reversa. El “realismo sin renuncia” no tiene nada que ver con el menor crecimiento del Producto Interno Bruto. La renuncia tampoco se genera en una derrota política del oficialismo. Después de todo sigue contando con una mayoría en el Congreso. La renuncia se origina en un hecho muy concreto, que es la fuerte caída en la popularidad de Bachelet debido al caso Caval.
Un régimen híper-presidencialista como el chileno tambalea cuando el jefe de Estado no cuenta con un cierto nivel de apoyo popular. Y Michelle Bachelet sabe de eso. En 2006 y 2007 la debacle en la implementación del Transantiago y la revolución de los pingüinos la pusieron contra la pared. Su salvación fue, aunque suene contradictorio, la crisis económica mundial de 2008 y 2009. Al aplicar políticas contra-cíclicas –ahorrar en época de bonanza y gastar en años de vacas flacas– logró que la crisis apenas golpeara a nuestro país. Y el pueblo se lo agradeció.
Ahora trata de repetir la misma receta. Sólo que no estamos en recesión como en 2009. Puesta contra la pared, como ahora, todo indica que la Presidenta sigue empeñada en ser recordada por la “cariñocracia”, más que por dejar un legado relevante.
La renuncia de nuestra Presidenta se debe a que no quiere renunciar a ser popular. Y como el “cuco” de la mala economía nos asusta a todos, muchos le creen.