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William McKingley es el nombre del vigésimo quinto presidente de Estados Unidos de Norteamérica. Un político republicano que nunca pisó Alaska y que sin embargo, fue homenajeado durante 119 años de manera permanente por ese Estado al nombrar la más alta cumbre de la cordillera del lugar con su nombre. El monte McKingley tiene 6.200 metros de altura y es un símbolo de la geografía de Alaska desde mucho antes de 1896, cuando se le dio este nombre. Es un lugar que durante milenios fue conocido como “el elevado” por los primeros habitantes de la zona, que en lengua nativa de Alaska, el athabaskan, llamaban Denali.
Durante varias décadas, se desarrolló una pugna en el Congreso de Estados Unidos entre quienes buscaban recobrar el nombre original de la mayor altura de Alaska, y quienes defendían la memoria de McKingley. Pero esta polémica terminó de manera abrupta cuando el Presidente Barack Obama hace unos días, de visita en Alaska, renombró a la gran montaña con la denominación que fue utilizada por cientos de años: Denali. De un plumazo, sacó a su antecesor en la presidencia de su país, William McKingley, de la lista de las más altas cumbres de Alaska. Su decisión fue ovacionada por los nativos alasqueños.
Como estamos comenzando el mes de la Patria, el gesto de Barack Obama nos sirve para reflexionar sobre lo que sucede por casa. La más alta cumbre de la cordillera que rodea a nuestra ciudad es el cerro El Plomo. Con una altura de 5.424 metros y a 45 kilómetros al nororiente de la capital se alza un cerro que conocemos por el glaciar Iver, que alimenta nada menos que al río Maipo, que junto al estero Yerba Loca forman al río Mapocho.
El cerro El Plomo recuerda de inmediato a la momia encontrada en el año 1954. Un niño de nueve años de edad que fue dejado en el lugar por los incas que lo consideraban un centro ceremonial. Junto al pequeño, que enternece por su postura corporal, sentado, rodeando sus piernas con sus brazos debido al frío, había un ajuar y ofrendas: una bolsa de coca, figurillas de plata, oro, concha y cobre. Doscientos metros más abajo se encuentra el tambo inca, ese lugar de descanso antes de la cumbre donde reposaron los sacerdotes incaicos antes de ofrecer al pequeño en la ceremonia del Capac cocha. El cerro El Plomo que hoy conocemos era llamado como Apu, que en lengua quechua significa “señor”. Esta montaña es muy importante, no solo por su altura, sino por su posición estratégica, ya que el día del solsticio de invierno o del Año nuevo de los pueblos originarios, el sol se asoma justo detrás de este cerro que además, es el que alimenta a nuestro valle con el elemento más sagrado, el agua.
El desconocimiento de nuestras culturas originarias como de lo nacional, nos hace aceptar sin chistar siquiera que se le haya cambiado el nombre, que hoy conocemos como denominación de origen, a muchos lugares y tradiciones. El caso del Cerro El Plomo es demostrativo. Puesto que si seguimos las consideraciones de los estadounidenses, como lo hacemos en tantos otros ámbitos de nuestra cultura, no solo la económica, debiéramos renombrarlo como Apu, como una manera de desagraviar a una cultura arrasada e ignorada en el extremo sur del Tahuantinsuyu o imperio incaico.
Si pensamos en la manera cómo nombramos lo que nos rodea, no solo los cerros o espacios naturales, sino también las calles de nuestras ciudades, nos encontramos con repeticiones innecesarias y tributos desmedidos. No hay ciudad de Chile que no tenga una calle que lleve el nombre del ministro Portales, por ejemplo, un político autoritario reconocido por su escaso compromiso democrático. De otro modo, una de las principales calles de Santiago, la más ancha de la zona alta de nuestra capital, lleva el nombre del malogrado presidente Kennedy, un personaje importante para la historia estadounidense, no así para la chilena. Porque así como William McKingley jamás puso un pie sobre el monte que llevó su nombre durante 119 años, el presidente John Fitzgerald Kennedy tampoco pisó suelo chileno. De modo que no sería un agravio, siguiendo el ejemplo del presidente Barack Obama, renombrar a esta importante avenida con un nombre de la cultura vernácula.
Pero lo que no debiera seguir pasando por ningún motivo, es continuar en la línea de repetirse con los nombres una y otra vez, cuando hay tantos hombres y mujeres de excelencia en nuestro país, no solo del mundo político, sino del intelectual, artístico incluso deportivo, que merecen ser recordados al menos en una calle… y mejor aún, si le ponen una plaquita que recuerde a al homenajeado. ¿A qué personajes de nuestra cultura les debemos una calle? Buena tarea para pensar en estas Fiestas Patrias.