Diario y Radio Universidad Chile

Año XVI, 29 de marzo de 2024


Escritorio

La peor escuela

Columna de opinión por Antonia García C.
Viernes 23 de octubre 2015 11:38 hrs.


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Antes de abordar el tema de hoy, me gustaría hacer una precisión en relación a los comentarios sobre mi última columna.

Cuando Roberto Arlt nombraba a sus lectores había por lo menos dos posibilidades. Una es la que abordaba la semana pasada y es la menos frecuente: el escritor se ve profundamente conmovido por la simpatía que le expresan sus lectores. Habla de los correos, dice que va a contestar algunos. Arlt, que es escritor y que es periodista, no elige entre contestar individualmente o hacerlo mediante su crónica: hace ambas cosas. La configuración más habitual, sin embargo, es otra. Arlt recibe correos en los que no se le expresa ninguna simpatía, se lo critica duramente. A menudo, esos correos son el inicio de una nueva crónica. Una diferencia notable con los tiempos que vivimos (recordemos que Arlt escribía en los años 20-30) es que esos correos de lectores, salvo que Arlt decida citarlos, no eran públicos. No estaban expuestos a los ojos de todos como en una vidriera donde asaltan emociones, humores, reacciones, asperezas, incomprensiones (una y otra vez), pero donde se producen también auténticos encuentros y donde uno puede leer reflexiones precisas, necesarias de parte de lectores que ayudan a seguir pensando la cosa. Todas las cosas.

No lo dije en la última columna, lo digo ahora, y acá viene la transición al tema de hoy que es una prolongación o una variación sobre (in)comprensión lectora. Hace unos años atrás me tocó en suerte traducir a Roberto Arlt al francés. Las “Aguafuertes porteñas” precisamente. Ese trabajo era, desde luego, una osadía. Extrañamente, lo que motivó a las editoras a encargarme la traducción es la parte de mi formación que no figura en el curriculum. La que a nadie se le ocurriría poner en un curriculum. Precisemos: lo que podía llegar a habilitarme a hacer ese trabajo no era el hecho de haber estudiado traducción (nunca estudié traducción ni periodismo, sea dicho de paso; estudié ciencias políticas y sociología) sino el hecho de ser bilingüe y de haber aprendido francés en “la peor escuela”.

La peor escuela era, en primera instancia, exactamente eso. Una escuelita que, en un barrio obrero del norte de Francia, era mejor evitar. Una escuela que tenía el oscuro prestigio de ser considerada “mala”, además de “violenta”. Nadie que pudiera elegir mandaba sus hijos a esa escuela. Más allá de que esa escuelita tuviera pésima reputación, con esto de “peor escuela” quiero también señalar otra cosa. Para los hijos de inmigrantes había (sigue habiendo) básicamente dos escuelas donde aprender el idioma: el recinto que se llama escuela y al que es obligatorio ir; y el otro que es al aire libre, se llama calle, y también es obligatorio ir.

Lo interesante es la continuidad pero también el contraste que podía haber entre ambos espacios. En la escuelita cerrada, digámoslo así, coexistían diversos niveles de lengua: desde el más popular hasta el más refinado en las distintas versiones que el francés había tenido a través de los siglos. Nadie salía de la escuela pública francesa, incluso de la peor, sin haber leído a Molière, a Victor Hugo, a Voltaire, a Rousseau, pero también a Rabelais y su Gargantúa. Luego estaban los profesores, la variedad de sus propias formaciones, de sus orígenes sociales, de sus creencias incluso, de sus militancias políticas también. La manera de hablar traduce todo eso (cuenta la propia historia). El viejo Alesi, por ejemplo, quizás algún lector de columnas más antiguas lo recuerde, hablaba como los Resistentes –comunistas o no comunistas– de la Segunda guerra mundial. Esa es una voz inconfundible. Quien la haya escuchado una vez, no puede olvidarla. Es una voz que viene de abajo y llega lejos. Una voz que no precisa micrófono. Una voz que siempre parece encontrar el camino y dispara con precisión al corazón de los que escuchan.

Pero en esa escuela también, en el recreo sobre todo, se oían otras maneras, otro tipo de voces, otras variedades del francés y muchos idiomas que no eran francés.  En el patio, en la calle, en el parque, en lo que acá estoy llamando la escuela al aire libre, también era frecuente que a la menor incomprensión se mandara un combo, se sacara un cuchillo o se intentara ahorcar (verídico) al “enemigo”. Entonces, junto con el “qu’allait-il faire dans cette galère?” o el “peste du fou fieffé” o aún “le petit chat est mort” del querido Molière, uno se iba familiarizando con el “enc… de ta race!”, “enfant de ta mère!”, “espèce de trou du c…” y otras fórmulas más o menos eficaces en las contiendas diarias, que no voy a traducir aquí.

Era bueno en esos años, en esas calles, tomar la medida de lo que pueden y de lo que no pueden las palabras. Verlas, a veces, operar un milagro, el verdadero milagro de la palabra bien puesta que puede llegar a ser como una caricia en la cabeza de un niño. Y otras… claudicar… tambalear… caer, quedar tiradas  en la calle como un cuerpo muerto y todo es silencio alrededor.

Bien. En el curriculum que a veces alguna universidad me pide para esto o lo otro, no figura que fui estudiante de Gabriel Havez, “Creil City Plage”, ni del liceo Jules Uhry, y sin embargo debería figurar porque es eso, junto a otras cosas (por ejemplo el amor por los libros que tampoco figura en el curriculum), lo que me permitió resolver algunos de los problemas de esa traducción de Roberto Arlt, que implicaba conocer no sólo ambos idiomas sino también su lunfardo, su coa, su argot. Ahora bien, en esa escuela, la escuela de la calle, el elemento que no se puede sacar, el elemento verdaderamente fundamental sin el cual nada tiene sentido, es el otro.

El otro. Ese es el punto. No hay otra fuente de sabiduría. Ni para los lectores. Ni para los escritores. Ni para los lectores que a veces se transforman en escritores y viceversa. Ni para los que no piensan en leer, o no tienen tiempo, o se interesan por otras cosas. Sea cual sea el oficio, sea cual sea la vida que uno tiene, cuando se aprende, se aprende del otro. De ahí cierta tozudez en la postura de algunas de estas columnas, que los lectores sabrán perdonar o no. Lo digo con el respeto de siempre. Con el cariño de siempre. Y los saludo atentamente.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.