Algo de blues británico: el padre, Dios y sus majestades

La unión de Eric Clapton instaló a John Mayall & The Bluesbreakers nuevamente como los mejores exponentes del blues británico y sirvió para instalar en las paredes de Londres la frase mítica: "Clapton is God". Con el padre y con Dios en sus filas, volvieron a ser imbatibles, aunque el milagro haya durado muy poco.

La unión de Eric Clapton instaló a John Mayall & The Bluesbreakers nuevamente como los mejores exponentes del blues británico y sirvió para instalar en las paredes de Londres la frase mítica: "Clapton is God". Con el padre y con Dios en sus filas, volvieron a ser imbatibles, aunque el milagro haya durado muy poco.

Hace 50 años, The Rolling Stones eran designados por la publicación inglesa Melody Maker como la banda del año y su tema “Not fade away” como la canción del año. En diciembre del mismo 1965, se empinaban por segunda vez en el número uno de la popularidad británica con un blues del norteamericano Willie Dixon, “Little Red Rooster”, eclipsando por unos momentos a la agrupación y a la figura principal del blues británico, es decir, a John Mayall y sus Bluesbreakers.

Mayall había iniciado su interés por el blues americano a los 13 años, al mismo tiempo que iniciaba sus estudios en la Manchester Junior Art School, donde aprendió a tocar armónica. Luego de hacer su servicio militar volvió a Manchester, específicamente al Regional College of Art de la ciudad, donde formó su primera agrupación musical, los Powerhouse Four, y donde se graduó, para posteriormente emplearse en una agencia de publicidad, siendo considerado uno de los mejores tipógrafos y diseñadores gráficos de la localidad.

En 1958, tras el paso de una gira de Muddy Waters por la isla, junto a una banda eléctrica con los mejores exponentes de Chicago, el blues explotó entre los británicos y los clubes de jazz londinense empezaron a demandar agrupaciones de blues. Esto y las recomendaciones de amigos movieron a Mayall a Londres, donde a sus 29 años, demasiado viejo para los estándares musicales de la época, formó a los Bluesbreakers para tocar en la noche y trabajar de día como diseñador. Con ellos teloneó a maestros del blues norteamericano, como John Lee Hooker y Sonny Boy Williamson, y logró llegar a realizar seis actuaciones en pequeños locales ingleses a la semana.

Pero este “padre” del blues británico, para muchos, se vio enfrentado al poderío de sus “majestades”, los Rolling Stones, que se nutrían fuertemente en esos años del blues del otro lado del Atlántico. En una decisión, no se sabe si pensada o casual, Mayall invitó a sumarse a los Bluesbreakers a Eric Clapton, quien venía saliendo de The Yardbirds, un poco frustrado por la inclinación hacia el pop de la agrupación. El guitarrista había dicho que “se están haciendo demasiado comerciales y si me voy a convertir en una máquina de hacer dinero, me largo”.

Sus compañeros de fila se habían burlado de él, tal como señaló el vocalista Keith Relf, al comentar la decisión del guitarrista: “Le gusta tanto el blues que, supongo, no le debía hacer muy feliz tocarlo tan mal con gentuza como nosotros”. Y quizás por eso Mayall se fijo en él, ya que pensaba algo parecido, pero no en tono irónico. Por eso, dijo años después que “ninguno de los Yardbirds sabía distinguir un blues de un agujero en el suelo; por eso se unió a mí”.

Esa unión no sólo volvió a instalar a John Mayall y The Bluesbreakers nuevamente como los mejores exponentes del blues británico, sino que sirvió para instalar en las paredes de Londres la frase mítica de “Clapton is God” (“Clapton es Dios”). Con el padre y con Dios en sus filas, los Bluesbreakers volvieron a ser imbatibles, aunque el milagro haya durado muy poco: Clapton se había sumado en abril de 1965, se fue en agosto del mismo año, volvió en noviembre y partió en julio de 1966 buscando un proyecto musical (Cream) que lo instalara en un camino que no lo hiciera sentir mal, tal como lo señaló en su momento: “En aquel momento, la gente empezó a hablar de mí como si fuera una especie de genio y me enteré de que alguien había escrito la consigna ‘Clapton es Dios’ en una pared de la estación de metro de Islington. Luego eso empezó a aparecer por todo Londres, igual que los grafitis. Yo estaba algo perplejo y una parte de mí huía de aquello. En realidad, no quería ese tipo de notoriedad. Sabía que me traería problemas. A otra parte de mí le encantaba la idea de que lo que había estado alimentando durante todos esos años recibiera por fin un reconocimiento. La realidad era, por supuesto, que a través de mí la gente accedía a una música que le era nueva, y yo me llevaba todo el mérito, como si hubiera inventado el blues”.





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