Lejos de las glamorosas premiaciones Pulsar y de los festivales de verano que sugieren una estabilidad y desarrollo mayor en el medio musical chileno al realmente existente, aparece el programa Música a un Metro. Esta iniciativa, presentada por Metro de Santiago y que en principio busca regular la presencia de cantantes, raperos e instrumentistas en los recorridos, ofrece escenarios en diversas estaciones a 40 artistas que pasarán por concurso, así como algunas oportunidades de visibilización por medio de un canal televisivo y de Universal Music. Sin embargo, detrás de su elocuente campaña mediática, se esconden cláusulas ultrajantes hacia principios fundamentales en una sociedad democrática, como la libertad de expresión y los derechos del trabajador.
En las bases del programa llama mucho la atención encontrarse con restricciones explícitas que impiden a los artistas cantar sobre política, sociedad, medio ambiente o religión, así como permiten interpretar un máximo de dos composiciones originales dentro de un repertorio de un mínimo de doce. A raíz de estas cláusulas, cabe preguntarse por qué hay instituciones empeñadas en direccionar la creación e interpretación musical hacia temáticas “inofensivas”, cuando se pasa por alto que asumir posiciones en la omisión a lo político, es en sí asumir una posición política (por lo mismo la canción apolítica prosperó tanto desde el apagón cultural a partir de 1973).
Al mismo tiempo, hay varios puntos de índole laboral que atentan directamente contra la dignidad de un trabajador (entendiendo que el intérprete musical, sea del estilo que sea, es un trabajador y no un ocioso o un mendigo) y a los que los postulantes estarán obligados a adscribir, entre los cuales destaca el hecho de que un músico del staff de Metro debe pagar pasaje, pese a contar con credencial, o que la alimentación y servicios sanitarios deben ser cubiertos por éste afuera de las estaciones. Más grave es aquella que indica que el artista libera de responsabilidad a la empresa por cualquier accidente que éste pudiera sufrir en sus dependencias. Y para coronar con las clásicas necesidades de la empresa, el convenio puede ser anulado por la misma por la razón que se le plazca (“…así como por cualquier otra razón que Metro estime pertinente”).
De esta forma, Música a un Metro se legitima como agente apaciguador en la creciente tensión entre pasajeros de aquel servicio de transportes y a una cada vez mayor presencia de músicos ambulantes en los vagones y pasillos del mismo, pero a su vez legitima e institucionaliza la censura y la precarización laboral extrema, al exigirle al artista severas condiciones contractuales versus ninguna garantía mínima. Cabe preguntarse si la fiscalización del cumplimiento de las obligaciones de los músicos será atendida por otro staff de Metro contratado para la ocasión, con seguro laboral, derecho a baño y salario.
¿Qué dirá al respecto la SCD o el Consejo de Fomento de la Música Nacional, quienes ya participan del programa como miembros de la comisión evaluadora? ¿Cuál artista ya consolidado validará los abusos para ocupar el puesto en el jurado que le han reservado las bases? ¿Qué dirá el ministro de Cultura y la ministra del Trabajo al respecto? ¿Reconocerá alguna vez el Estado de Chile y las instituciones a los músicos como trabajadores? Si algún día encontrásemos respuesta a estas interrogantes podremos saber si hay proyección en una escena musical chilena cuyo glamour esporádico no puede ocultar las letras pequeñas, mordazas y tratos abusivos imperantes.