La relación que un televidente tiene con sus series favoritas es cosa no menor. Lejos quedaron los tiempos en que había que esperar semana a semana un nuevo capítulo, cuando nuestra intriga se mantenía por siete días para saber si el héroe o heroína conseguía su meta o si la maldad del villano era finalmente descubierta. La posibilidad de descargar las series por temporada y, más tarde, la masificación de Netflix y otras plataformas similares puso a disponibilidad del fanático -y del no tanto- las producciones televisivas por temporadas completas, permitiendo sumergirse por horas o días en estos mundos ficcionales y confeccionar este consumo, literalmente, a medida del consumidor. En un mundo en donde cada vez somos más exigentes e impacientes la numerosa y diversa oferta de productos audiovisuales para consumir inmediatamente se ha transformado en un espacio de desarrollo de la individualidad y sus gustos, y también de la participación en una comunidad de audiencias con que compartir emociones e inquietudes.
Todo espectador entusiasta sabrá que cuando una serie televisiva logra ganarse un espacio en su tiempo e imaginario es difícil dejarla ir, y que cuando -por las razones que sea- esta serie finaliza hay un sentimiento de orfandad del que cuesta un rato salir. Eso era aún más evidente en el formato anterior en donde las relaciones con las series se desarrollaban por años y en donde nuestra empatía con los personajes iba en paralelo con nuestros propios devenires. Eso le pasó a quien escribe con Gilmore Girls. La serie se estrenó mundialmente en el 2000 y tuvo siete temporadas ininterrumpidas hasta la emisión de su último capítulo en mayo del 2007. Durante esos siete años seguí semanalmente las aventuras de esta joven madre y su hija adolescente en sus procesos de armarse vida, definir y lograr metas, de encontrarse y desencontrarse, de ser desafiadas en sus relaciones familiares, amorosas, profesionales, en sus ilusiones y desilusiones. Todo esto desde en un pequeño pueblo de Connecticut -el ficcional y delicioso Stars Hollows- en donde la comunidad está al tanto de cada detalle de la vida de sus habitantes y en donde cada individuo participa activamente de la vida social desde su particularidad y, créanme, ese pueblito está lleno de particularidades, todas ellas al mismo tiempo agotadoras y encantadoras.
Con el tiempo Gilmore Girls y sus personajes se transformaron más que en una serie que ver, en un lugar donde ir. Su creadora, Amy Sherman-Palladino, caracterizó a sus personajes por sus rápidos diálogos llenos de referencia a la cultura pop, a libros, a canciones, películas y autores que revelaban a dos mujeres inteligentes creciendo, pensándose y definiéndose como individuos. El mismo camino que parte importante de la audiencia -incluyéndome- estaba enfrentando en esa época. Por eso cuando la serie terminó, quedó un cierto sentimiento de vacío y una nostalgia por ese lugar en donde reímos, lloramos y reflexionamos. Y claro, es sólo una serie -un producto de consumo desarrollado desde la maquinaria televisiva estadounidense- pero quienes crecimos con Friends, Los expedientes X, Mas About you y otras, sabemos que esas series nos entregaron más que sólo distracción. Porque es desde ese lugar -el de los imaginarios- desde donde nos vamos forjando como sujetos, y la relación con esos referentes está llena de emotividad. Sentimos que conocemos a esos personajes, hemos sufrido cuando se les ha roto el corazón y nos hemos alegrado por sus victorias. Porque, de alguna manera, nos identificamos con ese devenir, con esas alegrías y tristezas.
Es una obviedad decir que desde el 2007 a la actualidad muchas cosas han pasado, pero es interesante subrayar que, entre ellas, está la aparición de una plataforma como Netflix que no sólo recupera contenidos audiovisuales -películas y series- para ponerla a disposición de sus usuarios, sino también que ha producido en los últimos años una cantidad importante de series y mini series que han llegado a competir y ganar -en premios y audiencias- con las grandes cadenas televisivas. Entre los productos desarrollados por Netflix está la recuperación de series que se dejaron de producir en los últimos años y cuando hace un tiempo se anunció que Gilmore Girls estaría entre ellas, fans de todo el mundo nos llenamos de expectativa. Finalmente, el programa regresaría en un formato de miniserie -4 capítulos de 90 minutos cada uno- en donde veríamos el devenir de las protagonistas marcada por las estaciones del año, nueve años después de donde el relato de la serie las había dejado.
Las siete temporadas de “Gilmore Girls” están disponibles desde hace varios meses en Netflix y los nuevos capítulos desde el pasado viernes 25 de noviembre. Como fanática de la serie fue una belleza volver a mirar esos sets tan conocidos y queridos y reencontrarse con los personajes. Pero sobre todo agradezco la lucidez de Amy Sherman Palladino de mantener la lógica exigente de la narración no edulcorando la realidad de dos mujeres -ahora de 32 y 49 años- desafiadas por el deber ser y sus propias dudas. Al igual que los personajes de la serie, esta espectadora también ha crecido y le han pasado cosas que hacen que la vida no se veo igual que hace quince años atrás, y es bueno poder espejearse en esas inquietudes y devenires. Porque la buena televisión- el buen cine, literatura, teatro y otras expresiones artísticas culturales- deberían darnos eso. Herramientas para pensarnos, emocionarnos y mirarnos al espejo. Y si, puede ser solo una serie de televisión, pero como todo producto cultural puede volverse parte del espectador en la medida en que encontremos significado en él. Y acá hay mucho para significar y abrazar.