Juan Pablo Izquierdo: “No concibo un mundo sin la música”

Este jueves la Orquesta Filarmónica abre su temporada de conciertos bajo la dirección del Premio Nacional de Artes Musicales. En esta entrevista habla de su retorno al Teatro Municipal, recuerda a Claudio Arrau, cuestiona a los “patanes directivos” y dice que ni ha pensado en el retiro: “Es que no sé hacer otra cosa”, justifica.

Este jueves la Orquesta Filarmónica abre su temporada de conciertos bajo la dirección del Premio Nacional de Artes Musicales. En esta entrevista habla de su retorno al Teatro Municipal, recuerda a Claudio Arrau, cuestiona a los “patanes directivos” y dice que ni ha pensado en el retiro: “Es que no sé hacer otra cosa”, justifica.

Es sábado por la tarde y el tiempo, en dos formas muy distintas, preocupa a Juan Pablo Izquierdo. Le preocupa porque acaba de salir de un ensayo de la Orquesta Filarmónica de Santiago y tiene solo un rato para comer antes de iniciar otra sesión, ahora con la mezzosoprano Evelyn Ramírez; y le preocupa el tiempo porque le faltan dos de sus aparatos para marcarlo con exactitud: hace pocos días le robaron dos metrónomos en el Metro y el asunto aún le da vueltas. “Pero qué curioso que alguien te robe unos metrónomos”, dice frunciendo el ceño, entre sorprendido y divertido.

Es la víspera de los conciertos que abren la temporada 2017 del Teatro Municipal de Santiago y, sentado ante un lomito palta en el aledaño Café Colonia, Izquierdo habla con pasión de lo que realmente sí le preocupa todo el tiempo, que es la música. En particular, hoy le importan las tres obras que dirigirá esta semana: la obertura de la ópera Don Giovanni, de Mozart; Así habló Zaratustra, de Richard Strauss; y las Canciones para los niños muertos, de Gustav Mahler (ver detalles acá).

Las dos últimas, dice Juan Pablo Izquierdo, se relacionan no solo por la admiración mutua que había entre sus autores: “En las Canciones de los niños muertos hay muchas imágenes que también tiene Así habló Zaratustra. Por ejemplo, la primera habla del sol que sale sin tener consideración de todo lo trágico que ha pasado durante la noche, reflexiona que el sol sale para todos; y Zaratustra comienza con la salida del sol para todos, la creación. Después, al final de las Canciones aparece el tema de la eternidad y Strauss termina con eso en Zaratustra, la búsqueda de lo trascendente”.

¿Qué ha significado para usted volver a la Orquesta Filarmónica? Usted fue su director titular entre 1982 y 1986, pero recién el año pasado volvió a conducirla.

Claro, yo la reformé. La orquesta era pequeña, tenía una función más bien de ballet y cosas de acompañamiento. Cuando me pidieron hacerme cargo, lo primero que se hizo fue agrandarla para hacer este repertorio que requiere de orquestas grandes. Pasaron muchísimos años y entrar fue como si hubiera tenido un ensayo el día antes, como si ya hubiera un lenguaje común que se mantiene durante los años. Aunque son otros músicos, hay ciertas tradiciones que se han mantenido. Además, la nueva dirección del Teatro Municipal ha tomado un rumbo muy positivo. Cuando yo lo dejé era un teatro un poco conflictivo, porque algunas autoridades pensaron que los conciertos tomaban mucho tiempo que hubieran querido para la ópera. Además, en el foso de la ópera no entraban los 90 músicos que teníamos. En cambio, con las obras que me han pedido, me parece que hay un interés de que la orquesta vuelva a tener este tipo de programas.

Cuando usted dirigió a la Filarmónica fue uno de los principales difusores de la música de Mahler, que entonces no se tocaba como ahora. ¿Qué lo motivó?

Bueno, mi trayectoria viene de la composición, yo estudié en la Universidad de Chile y no había dirección de orquesta. Mi gran admiración era el mundo de Arnold Schoenberg y entrando ahí, entré en el mundo de Mahler. En esa época yo estaba en el colegio y no era como hoy, en que uno puede escuchar lo que quiera en Youtube. De repente llegaban obras, nos llamábamos con compañeros y había amistades que nos proporcionaban las sinfonías de Mahler, así que nos juntábamos a escuchar la Segunda o cosas así, que era muy difícil encontrarla en grabaciones. Existían grabaciones de la Canción de la tierra y la Cuarta Sinfonía, pero las otras fueron apareciendo de a poco.

Mi entusiasmo viene de ahí. Por eso fui a estudiar dirección de orquesta con un maestro como Hermann Scherchen, que fue uno de los pioneros cuando se volvieron a tocar las sinfonías de Mahler en Europa, ya que durante la guerra toda esa música fue prohibida porque era judía. Después volví a Chile y uno de los primeros conciertos que dirigí con la Sinfónica fue precisamente la Primera Sinfonía de Mahler. Cuando me contrataron para la Filarmónica yo tenía carrera en Europa, especialmente con la música contemporánea, y al tomar el cargo propuse un ciclo de Mahler. El director general del teatro, Jaime Valdivieso, un héroe de la música, me apoyó, aunque al comienzo se pensaba que era una locura y que iba a ser una pérdida económica muy grande, porque el público no iba a venir.

¿Por qué se pensaba eso?

Porque no se conocía a Mahler y, por lo general, las personas que programaban para el teatro eran más bien amantes de la ópera italiana, que son dos cosas muy distintas. Pero Jaime Valdivieso conocía y apoyó esto.

En Chile persiste la idea de la música clásica como algo de elite o lejano, a pesar de que para estos conciertos, por ejemplo, hay entradas desde dos mil pesos. ¿Cómo analiza ese fenómeno?

Yo puedo hablar de mi experiencia. El público en Chile necesita de esto, necesita conocer la música, pero existen muchos intermediarios que son ignorantes de la música, entonces dicen que hay que ir al folclor, que hay ir al rock y todas las cosas. Yo no tengo nada en contra del folclor ni del rock, es maravilloso cuando es auténtico. Elvis Presley, genial; Violeta Parra, genial; Atahualpa Yupanqui,  fantástico. Yo no veo que haya una diferencia. La diferencia la hacen personas que son comerciales, porque desgraciadamente en Chile muchas de las instituciones musicales están guiadas por promotores, no por gente del oficio. Por eso se dan esas barbaridades. Yo le voy a contar, por ejemplo, que en Chile hay 140 orquestas juveniles, ¿qué significa eso?

Que hay muchas personas tocando música.

Y no es gente rica, es gente de clase media y clase media baja. Los padres hacen un esfuerzo para comprar el violín y la flauta. Estos ideáticos querían que los niños tocaran arreglos de la Violeta Parra, música de películas, cosas así, y los niños y los padres les dijeron que no: “yo tengo mi violín para tocar Beethoven”. ¿Qué te dice eso? Que se metió algún patán directivo que quería ganar plata vendiendo entradas, pero le dijeron que la orquesta es para otra cosa. Esto no quiere decir que sea superior, es diferente. ¿Cómo vas a tocar con una orquesta filarmónica estos arreglos que se hacen de la Violeta Parra? ¡Suenan pésimo, porque basta con la guitarra y la voz de ella! Estas orquestas no están destinadas para eso. Pueden tocarlo ocasionalmente, pero están destinadas para otra cosa. La persona que ha estudiado violín 15 años, lo ha estudiado para tocar la tradición de la música clásica. ¿Y por qué estudió eso? Porque lo necesitaba.

Son ideas de gente que no sabe, pero que quiere tener palabra y meterse en algo que en realidad no tiene para qué. Los conciertos están llenos de gente. Con la Orquesta de Cámara de Chile ,en el cierre del festival que se hace en la Quinta Vergara, tocábamos Beethoven para 14 mil personas. Es cierto que en un concierto de rock en el Parque O’Higgins hay más gente, pero bueno, ¿cuál es el problema?

Le planteo otro tema: usted se ha dedicado también a dirigir música contemporánea, un repertorio que aún es difícil encontrar en las principales orquestas de acá. Hay una cierta resistencia y se insiste sobre determinados compositores y obras. ¿Cómo ve eso?

Eso también es producto de la ignorancia. Mire, yo empecé a dirigir a comienzos de los ‘60 y todos los conciertos de la Sinfónica tenían una o dos obras contemporáneas, de vanguardia. Se llenaba de gente, había peleas, unos aplaudían y se manifestaban en contra. A mí me tocó estrenar Desiertos, una obra de Edgar Varese, en el Teatro Astor, y había unos que aplaudían y otros que gritaban en contra. ¡Era una batahola!

Esas cosas ya no pasan en los conciertos.

Bueno, ¿pero por qué no? Entonces había una expresión vital, porque era una cosa importante. Yo me había puesto de acuerdo con los sinfónicos que si había pifias o cosas así seguíamos igual. Se tocaba todas las semanas eso y el teatro estaba lleno.

¿Por qué eso no ocurre ahora?

Bueno, Chile cambió mucho durante la época oscura, hubo otros intereses. En la dictadura los intereses se fueron más bien hacia lo comercial. No hay nada malo en ganar plata, pero no es la base.

¿Cómo era para usted ocupar su cargo, de director de la Filarmónica, en ese contexto de plena dictadura?

Es que en la dictadura, en el mundo de la cultura, hubo etapas. Yo no quise tener nada que ver con la censura. Me retiré del Teatro Municipal porque censuraron a Beethoven, con texto de Goethe (la obertura Egmond); y me retiré de la Sinfónica antes, porque para el aniversario de Arnold Schoenberg dijeron que no se podía tocar El sobreviviente de Varsovia, que se ligaba con lo que estaba pasando acá. Entonces yo dije “bueno, si no puedo tocar eso, no puedo tocar Brahms tampoco” y cancelé todo. A mí no me persiguió nadie. Me censuraron, pero nunca me quisieron meter preso o algo así. Yo era un exiliado voluntario, porque estaba trabajando en el extranjero, pero llegó un momento, a comienzos de los ‘80, donde había como un deseo de volver y hacer algo de adentro. En el teatro firmé un contrato con condiciones: no podían perseguir a ningún músico de la orquesta por razones políticas y yo no dirigía para el dictador. Así empezamos a trabajar desde adentro, porque Chile no era de la junta militar pues, Chile es Chile. Hasta que llegó el momento donde no respetaron esas condiciones, entonces de un día para otro, good bye. Nos fuimos de Chile.

En ese momento de retorno a usted le tocó dirigir a la Filarmónica con Claudio Arrau, alguien que fue importante para su carrera. ¿Cómo lo recuerda?

Claudio Arrau era un hombre profundamente democrático. Él también vino con condiciones, para que no se utilizara políticamente, porque quería tocar para Chile. Cuando yo tenía 29 años gané el Concurso Dimitri Mitropoulos y dirigí a la Filarmónica de Nueva York en el Lincoln Center…

Con Leonard Bernstein.

Claro, yo era el asistente de esa orquesta. Después de un concierto llegó el maestro Arrau a saludar y casi me caí de espanto, porque lo había visto tocar, pero no lo conocía. Me dijo que le había gustado y me convidó a escuchar una grabación en la casa de Mario Miranda, que era como su discípulo. Escuchamos, hizo unos comentarios muy lindos y antes de irse con su esposa, me preguntó si me gustaría tocar en Europa. Yo le dije que claro pues, si en Europa había estado solo de estudiante. Sin referirse a nada en particular, a los 15 días me llegó un contrato. Fue el maestro Arrau el que arregló en el Festival de Holanda. Iba a tocar con él y aunque no resultó por cuestión de fechas, ahí me inicié profesionalmente en Europa.

Después, cuando pasó todo esto en el Teatro Municipal, vivíamos en Cataluña y un día me llamaron por teléfono desde Madrid. Era el mánager de Arrau, que me dice: “Señor Izquierdo, soy fulano de tal y tengo orden del maestro Arrau, que está muy preocupado de que todos los honorarios que él ha ganado en España vayan a su banco”. Yo lo acepté, pero diciendo que lo iba a devolver dentro de un año. Y así ocurrió. ¡Sin haberle pedido nada! Él andaba de gira por España y se había enterado. Es un gesto que revela quién está detrás.

Después de tantos años, ¿qué lo sigue motivando a dirigir?

(Juan Pablo Izquierdo hace una pausa, frunce el ceño, luego abre mucho sus ojos y se larga a reír). Bueno, es lo que he hecho siempre, no sabría cómo hacerlo de otra manera. Ahora hay una diferencia: cuando yo era asistente de la Filarmónica dirigí ballet y cosas así, pero ahora no lo necesito. Si me piden para un concierto, veo obras que me signifiquen algo. La verdad es que no sé hacer otra cosa.

¿No ha pensado en el retiro?

No, actualmente trabajo con mucha más intensidad. No hablo de frecuencia, sino de intensidad. Resulta que la música va teniendo cada vez más un plan vital, digamos. Es la vida. Yo no concibo un mundo sin la música, no lo concibo.

¿Ahora puede darse algunos gustos?

No es gusto, sino que estoy centrado en obras que me parecen de importancia vital para mi existencia. De aquí voy a la Sinfónica, tenemos el Réquiem alemán de Brahms para Semana Santa. O sea, con Strauss, Mahler, Brahms… una maravilla. Es más una necesidad que un gusto. Es como comer. Por ejemplo, Zaratustra: la relación que existe entre el poema sinfónico y los textos que Strauss escogió de Nietzsche es una cosa tremenda, un pozo de vitalidad extraordinario. Yo no sé hacer otra cosa, nunca he hecho otra cosa.





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