En los primeros años 70, Luis Advis escribió dos obras en forma consecutiva. La Cantata Santa María de Iquique la compuso para Quilapayún, basada en la masacre ocurrida en 1907 en la escuela de ese nombre, y con ella el grupo dio un salto de calidad plasmado para siempre en el disco editado en 1970. Solo dos años más tarde se estrenó la otra pieza, el Canto para una semilla, esta vez concebida para Inti Illimani e Isabel Parra y basada en las décimas autobiográficas de Violeta Parra. También para el grupo fue un momento crucial: ahí, por ejemplo, se incorporaron timbres como el tiple colombiano y ahí cristalizó un sonido que se hizo característico en los años siguientes. Por eso, además de sus aspectos formales, ambas creaciones tienen un claro vínculo. Son hermanas, pero con destinos dispares, porque el Canto para una semilla no tuvo ni la difusión ni el impacto popular de la Cantata; ni tampoco supuso para Inti Illimani la carga simbólica que la Cantata es para Quilapayún. ¿Por qué? Se pueden esbozar muchas razones, pero es probable que no sean estrictamente musicales, porque en ningún caso la Semilla es artísticamente inferior a la Cantata. El propio Advis, de hecho, la tenía como su favorita.
Por eso fue interesante escuchar a Quilapayún e Inti illimani Histórico interpretar ambas obras, en la primera de dos funciones que ofrecieron este viernes en el Teatro Municipal de Santiago. Primero, porque fusionados sobre el escenario, junto al chelista Juan Ángel Muñoz, se convirtieron en un solo gran ensamble de 15 músicos. Segundo, porque expusieron ambas piezas en un mismo escenario, como quien contempla dos cuadros de un pintor sobre la misma muralla y a la misma altura. En ese sentido, el concierto fue como una reivindicación de ambas obras y, particularmente, del Canto para una semilla.
La presentación comenzó con la Cantata. A pesar de un inicio algo dubitativo, luego levantó el vuelo, empujada sobre todo por pasajes intensos y revestidos de épica, donde ambos grupos duplicaban su efecto. En “Vamos mujer”, por ejemplo, a las guitarras de Ismael Oddó y Ricardo Venegas se sumaron las de José Seves y Horacio Salinas, además del charango de Horacio Durán. “Tres mil seiscientas miradas / que se apagaron. / Tres mil seiscientos obreros / ¡asesinados!”, cantaron exaltados luego, al unísono, antes de abordar la “Canción final”, esa pieza coral que encontró un justo clímax en el “Si quieren esclavizarnos / jamás lo podrán lograr”.
Luego de un intermedio fue el turno del Canto para una semilla, que tuvo mayores desajustes, sobre todo al comienzo. Claudia Acuña, la cantante que hizo de solista, recién acomodó su estupenda voz a partir de la segunda mitad de la obra, donde brilló con “La muerte”; y la actriz Loreto Aravena, encargada de los relatos grabados originalmente por Carmen Bunster, les imprimió una solemnidad y pesadez a ratos innecesaria. Al igual que con la Cantata, los mejores instantes fueron aquellos más intensos: con voces al unísono, con el protagonismo para la voz (intacta) de José Seves y la de Carlos Quezada (“La esperanza”) o con coros que se entrelazan hasta convertirse en un laberinto (“La denuncia”, “Canción final”). La delicadeza de canciones como “Los parientes” y “El amor”, uno de los rasgos distintivos del Canto para una semilla, no tuvo el mismo énfasis y se ahogó en el conjunto.
Luego de ambas obras, Quilapayún e Inti Illimani Histórico hicieron un pequeño ida y vuelta entre sus discografías, hermanadas a lo largo de los años: tocaron “Ventolera” y “Qué alegres son las obreras”, de los primeros; y “El mercado de Testaccio” y “Sambalando”, de los segundos. Para el final dejaron, cómo no, “El pueblo unido jamás será vencido”, seguida de pie y a voz en cuello por el público. A esa altura, en todo caso, la tarea ya estaba hecha hace rato: un acto de justicia.